12/05/2012 – El fenómeno de la conversión en el marco de la Nueva Evangelización

El Fenómeno de la Conversión en el marco de la Nueva Evangelización

Introducción

Hoy vamos a hablar del Fenómeno de la Conversión, un acontecimiento sorprendente que desde que tengo un uso de razón, más o menos independiente, con criterio propio, me ha llamado la atención sobremanera, no solo por lo magnífico de su acontecer, sino porque después de haber conocido muchas historias ajenas de conversión, el asunto no ha dejado de sorprenderme. Más aún, cuando yo mismo fui consciente de la necesidad que yo tenía de convertirme.

Abordo este tema del Fenómeno de la Conversión invitado por la asociación Cultural Alborea, desde el conocimiento que me ha dado primero la propia experiencia personal, y luego la ajena, en el maravilloso desempeño de una profesión, la de periodista, que me ha ofrecido la oportunidad de conocer y contar historias tan sorprendentes como cotidianas. Mucho más cotidianas de lo que se piensa.

Desde que soy bien pequeñito me llamaron la atención esas historias que de una u otra manera llegaban a mi conocimiento, historias de “gente mala” que se hacía “buena”, identificando como “buenos” a los que eran creyentes, como mi entorno, mi familia, y como “malos” a los ateos o no practicantes, en sus diferentes etiquetados sociales o políticos, y a los que eran beligerantes con la Iglesia de mis padres. Por tanto, todo lo que os cuente hoy no es desde el conocimiento de un Teológo, que no lo soy; ni de un religioso, pues no tengo votos. Soy un laico, periodista, con su propia experiencia de vida que muchas veces se ha dado más fuera de la Iglesia que dentro. En mi experiencia fue el cristianismo, el conocer a Cristo, lo que me llevó a la Iglesia; no la Iglesia al cristianismo.

Ya conté en este mismo foro, dando parte de mi testimonio, que a mí esto de ser católico me viene de fábrica, como a tantos otros coetáneos míos y vuestros en la España que hemos nacido. Seamos honestos. Si Europa le debe su ser Europa a la inspiración romana del Derecho y a la filosófica griega, también se lo debe al cristianismo. Dentro de Europa, España no se entiende hoy sin esa identidad cristiana que late en todo por todas partes, incluso en aquellos que odian al cristiano o que no lo reconocen a su alrededor.

Para quien no se haya dado cuenta, el cristianismo late en y desde los nombres de nuestras calles, plazas y pueblos, hasta en nuestros periodos vacacionales –domingos, Navidad, Semana Santa y fiestas patronales-, pasando por un patrimonio cultural que los españoles de hoy disfrutamos y que no tiene parangón en ningún país del mundo. Por estar presente, el cristianismo lo está incluso en nuestros nombres propios. Se lo dice alguien que se llama Jesús María.

España es una nación en la que todos sus hijos son cristianos, aun aquellos que no lo sientan o que no hayan sido bautizados, por el simple hecho cultural que les ha dado haber nacido en este contexto histórico, social y cultural, y lo que ha afectado en todas nuestras vidas.

Siendo honestos también hemos de reconocer que muchos más que los cristianos de corazón, los que se han convertido, son los que no lo son. Muchos son los que habiendo nacido en un país cristiano en lo social, histórico y cultural, y habiendo sido bautizados, no viven como cristianos de corazón, no siguen a Cristo, no hacen vivencia de su bautismo y viven al margen de la Iglesia. ¿Por qué en mi experiencia, puedo decir que, habiendo ido a un colegio concertado católico, más de un noventa por ciento de mis compañeros de clase no están hoy en la Iglesia? ¿Qué ha pasado o qué hemos hecho tan mal para que aquellos que estaban tan dentro, hoy estén fuera?

Más que de las conversiones de esos que decía “malos”, ajenos o enemigos de la Iglesia o de los valores cristianos, de aquellos que no nos conocen, yo prefiero hoy hablar de las conversiones de los que sí que nos conocieron. De los que habiéndonos conocido han elegido abandonarnos. De la conversión de aquellos que son cristianos aunque solo sea por el Bautismo y que en alguna esquina de su vida han perdido u olvidado su ser cristiano. A los que eso nos ha pasado, tal vez simplemente lo perdimos porque nuca lo llegamos a pre-hender, a hacer vida, porque nunca estuvo vivo. Mucho de la crisis de valores religiosos, de la visión trascendente de la vida, tiene que ver con esto. Veréis:

La religión nuestra del cristianismo tiene un problema que muchos cristianos no acaban de visualizar. A veces, estas cosas se ven mucho mejor desde fuera, y conviene viajar a un país no cristiano para observar desde allí como se vive aquí. El cristianismo tiene una diferencia pragmática e ineludible a la hora de que sea una religión vivencial, no solo cultural, y es que al contrario que cualquier otra religión del mundo, la cristiana no se basa en un conjunto de normas o leyes, ni es el resultado de una corriente cultural ni filosófica a seguir, ni es una ideología divinizada. Según su propio origen en Cristo Jesús, el seguidor de Cristo, el cristiano, es aquel que emula a Cristo, que lo sigue no en lo intelectual, no en lo formal, sino en el obrar, en el vivir: en lo vivencial, haciendo desde su propia individualidad, desde su persona intelectual y física, un camino de emulación hacia otra persona que no es otra que Jesucristo. Ahí radica el problema, en que poco o nada se puede imitar de aquel a quien no hemos conocido, y sin embargo, el cristiano de andar por casa en España, da por supuesto que, por el hecho de haber nacido cristiano, ya se conoce a Cristo. Luego pasa lo que pasa y no es mi intención ponerme dramático, pero insisto en que es normal que aquel bautizado que no ha conocido a Cristo en persona, abandone su Iglesia.

Mi problema, para hacéroslo más fácil de entender, es que desde niño yo seguía a alguien al que conocía de oídas, pero no personalmente. Alguien del que había oído hablar pero al que no había conocido, con el que no había tenido un encuentro personal, único e individual, entre mi yo más único personal y su Él más auténtico. Yo no tuve nunca mi propia experiencia de Cristo. Y siendo el cristianismo una elección radical del amor, ¿puede alguien enamorarse de alguien porque le hablen de Él? Por muy bien que te hablen de alguien, es necesario conocerle para optar de una forma tan concreta como es la opción cristiana de la vida.

En la religión cristiana, el propio Jesucristo no nos señala un camino a seguir, unas verdades a conocer y estudiar, ni una vida a construir. Mucho más sencillo y cercano que todo eso, Cristo nos señala a su persona, a Él mismo, como el único camino, la única vida, la única y auténtica verdad, fuera de la cual nada es. Si esto fuera cierto, ¿no sería necesario que para identificarnos con Él y así tratar de emularlo, dejando espacio a Él en nuestra vida, sería necesario tener la oportunidad auténtica de conocerle en persona, y no por lo que nos cuente alguien o por lo que leamos en un libro?

El encuentro Personal con Cristo

Desde mi más tierna infancia y durante toda mi adolescencia, tuve una imagen grisácea y cargante de Jesús de Nazaret. Le identificaba con todo aquello de lo que no tuvo ninguna culpa y que no tiene que ver con Él, en la mayoría de las formas de educación que recibí: en el nombre de un cristianismo equivocado -no en la intención, sino en la forma-, recibí una serie de normas y directrices -que en ocasiones se reducían a la simple amenaza de condenación-, que no solo no era capaz de cumplir cómo se me exigía, sino que además, me alejaban de la imagen de un Dios que me amara. Más bien, Dios se hacía un ser vigilante y a la expectativa de mi fallo y mi miseria, para hundirme más aun en ella cada vez que fallaba en algo. Era pues el cristianismo un círculo vicioso de condenación, en el que la salvación dependía de mí, no era gratuita, y sí imposible.

El resultado fue que, habiendo nacido en una familia de convicciones profundamente cristianas, y no habiendo conocido en mi vida otro tipo de enseñanza que la concertada católica, jamás llegué a conocer a Cristo. Aprendí mucho sobre Él y sobre su Iglesia, pero a la juventud y edad de incorporación al trabajo llegué sin noticas de ese “Alguien” vivo que me amaba sin medida, del mayor milagro, del mayor acontecimiento encarnado de la Historia de la Humanidad, que no es otro que la notica de que Dios, todo un Dios creador y hacedor de todo, adoptó condición humana, se asemejó a mí, para poner orden en un desorden al que yo llegué por herencia y que nunca lograba recomponer. El pecado, el distanciamiento que una vez el hombre decidió tomar de Dios, me dejó a mí incapacitado para llegar a Dios. Es el Kerigma, el anuncio de que Dios se humanizó en carne sufriente como la mía, y que se entregó como ofrenda de Amor para compensar el amor que a mí me falta en el plan amoroso de Dios, lo que me faltó conocer, en la persona de Cristo, durante mi infancia y adolescencia. Fijaros que no digo “en la idea de Cristo”, ni “en el recuerdo de Cristo”, sino en la realidad de la existencia de un hombre vivo, no de un muerto, que late y existe a mi lado, en mí, todos los días de mi vida.

Ese día, el día que le conoces, el que te encuentras con Él, es el gran día de tu vida, en el que todo cambia y nada podrá ser igual, en el que dejas de ver las cosas de una forma para no volver jamás a verlas como antes. Los más mayores me vais a entender con este ejemplo. Hasta la llegada del TV en color, los televisores eran en blanco y negro. Eran así. No había otra opción de ver los partidos de futbol fuera de una gama limitada de grises. Recordaremos cómo un buen día, en casa de un amigo, en una tienda o en un bar, vimos una televisión en color, y desde ese día, nuestro tv en blanco y negro ya no fue igual. Era el mismo de siempre, pero ya era peor, y ninguno de nosotros cejó en su empeño de, antes o después, hacerse con uno de esos televisores en los que poder contemplar los verdes, rojos y violetas, a cambio de lo grises, grises y grises del televisor viejo.

Si eres más joven, sabrás que la Selección Española antes nunca ganaba un Mundial, ni en blanco y negro ni en color, pero después de ver lo que sucedió en Sudáfrica en 2010, con Iniesta, Iker y compañía, cualquier campeonato que suceda a partir de ahora y en el que no lleguemos a la final, habrá sido peor.

Eso es lo que aporta el encuentro personal con Cristo, una forma nueva de verlo todo, que hace viejo lo que, siendo igual que siempre, ha cambiado para peor en nuestro conocimiento, en nuestra conciencia, en nuestro corazón. Eso es una conversión. Cambiar de forma, en este caso, de forma interior, para dejar de ser como éramos para empezar a ser como seremos. Mejor dicho, lo que seremos.

San Pablo

Todos conocemos una conversión por antonomasia. La gran conversión que se nos enseña en la Iglesia es la de aquel joven de ascendencia judía llamado Saulo, nacido en Tarso de Cilicia cuando la actual Turquía era provincia romana. Según dejó escrito san Lucas como reportero de los Hechos, periodista de entonces, Saulo era un joven educado en el fariseísmo, esto es, una forma de entender la religiosidad cosida a la justicia humana. De entender la relación del hombre con Dios en base a un negocio, a un intercambio de normas y debes a cambio de una serie de gracias y favores. Qué bueno es recordar que San Pablo creció en la forma de un justiciero, tanto es así que se dedicó con energía a perseguir a la secta de los cristianos, y que aprobó con su presencia el asesinato a pedradas de san Esteban, Apóstol de Cristo. Fue así san Pablo hasta que en un viaje camino de Damasco, algo le sucedió en su interior que, aparte de dejarle ciego, le transformó en su interior, le convirtió. Leemos el texto de los Hechos:

“Saulo, respirando aún amenazas y muerte contra los discípulos del Señor, vino al sumo sacerdote, y le pidió cartas para las sinagogas de Damasco, a fin de que si hallase algunos hombres o mujeres de este Camino, los trajese presos a Jerusalén. Mas yendo por el camino, aconteció que al llegar cerca de Damasco, repentinamente le rodeó un resplandor de luz del cielo; y cayendo en tierra, oyó una voz que le decía: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? El dijo: ¿Quién eres, Señor? Y le dijo: Yo soy Jesús, a quien tú persigues; dura cosa te es dar coces contra el aguijón. Él, temblando y temeroso, dijo: Señor, ¿qué quieres que yo haga? Y el Señor le dijo: Levántate y entra en la ciudad, y se te dirá lo que debes hacer. Y los hombres que iban con Saulo se pararon atónitos, oyendo a la verdad la voz, mas sin ver a nadie. Entonces Saulo se levantó de tierra, y abriendo los ojos, no veía a nadie; así que, llevándole por la mano, le metieron en Damasco, donde estuvo tres días sin ver, y no comió ni bebió”. (Hc 9, 1-9).

El gran milagro, lo asombroso de la historia de Saulo, no es solo el hecho de que se oyera una voz o de ver una luz resplandeciente. Esto es sorprendente, pero la impresión de vivir semejante experiencia es efímera, como lo sería vivir un terremoto. Si lo viviéramos, la experiencia nos metería el miedo en el cuerpo durante unas horas, tal vez días, pero al poco tiempo se nos pasaría, por asombrosa que fuera. Nadie que ha vivido la brutal experiencia de un terremoto le ha cambiado tanto la vida como para no haber vuelto a su casa después de unos días, fueran los que fueren.

A lo que voy es que lo asombroso, lo extraordinario, lo que hace al fenómeno de la conversión digno de ser observado, respetado ante el testimonio de quien lo cuente, y compartido por quien lo ha vivido, es que Pablo cambió de vida. Algo pasó en su interior, mucho más intenso que todo lo exterior, que a pesar del paso del tiempo y de los aconteceres, le llevó a Pablo a vivir de forma diferente, a verlo todo distinto. No con los ojos del cuerpo, sino con los del corazón, con la inteligencia y la razón, con todo su ser.

Pablo se transformó. Seamos honestos: Una reacción muy razonable de Pablo hubiese sido el enfado con Dios. Un Dios al que él veneraba con sacrificio y trabajo siguiendo la Ley a rajatabla, va y le deja ciego. ¡Pues menudo este dios! ¿Quién le hubiese seguido siguiendo? La oportunidad para apostatar y rechazarle está en bandeja. Sin embargo, Saulo no se enfada ni le reprocha nada a Dios. Ni aún ignorando que va a quedar curado de su ceguera tres días después. Saulo llegó a tener hasta tres días de ceguera para mandar a Dios a paseo, sin embargo no lo hizo. Es más, le obedeció, siguió su mandato. ¿Por qué? Porque algo tuvo que suceder en el interior de Pablo para que Pablo se transformase, se convirtiera. No fue solo miedo, como el que ha vivido un terremoto y al fin y al cabo, se le pasa. Lo que le pasó a Pablo es que por primera vez en su vida vio el televisor en color. El Dios que tenía Saulo era una televisión en blanco y negro, con los bordes redondeados y el sonido distante de las viejas radio-conferencias. Lo que le pasó a Saulo es que de repente no solo conoció el televisor en color, sino que se presentó ante él una pantalla gigante de plasma de 54 pulgadas, con tecnología HD y sonido Dolby Surround. Pablo empezó a ver la vida con un Home Cinema Ambiental y con Subwoofer debajo del sillón.

Si esta comparación entre el blanco y negro y el color marca la distancia entre dos tecnologías diferentes de un mismo electrodoméstico, la diferencia que conoce Pablo entre un dios que mata y persigue con la de un Dios, Cristo, que muere por ti y perdona, es infinitamente mayor. Pablo es testimonio de que alguien que ha conocido al Dios Cristo en su corazón, en la intimidad y de forma personal, jamás podrá volver a ver un partido de futbol en el viejo televisor, jamás volverá a mirar a un hombre con los ojos con que miraba el antiguo espectador en blanco y negro. No lo digo solo por alguien como Pablo, que ya creía en Dios. Todo hombre que conoce, que encuentra a Cristo, será tal la grandeza de esa realidad -la encarnación en hombre semejante a él del Dios que es Amor absoluto y total-, que nunca verá nada, ni a nadie, como lo veía antes.

Grandes historias de conversión

La conversión de Pablo es tan famosa que ha dado nombre a cualquier otra conversión asombrosa. Ojo, digo asombrosa en lo exterior, porque en lo interior para mí todas lo son. Pero es cierto que todos conocemos la historia de alguna “conversión paulina”, decimos.

Otro gran converso de la Historia es San Agustín, quien antes de ser obispo, santo y Doctor de la Iglesia, fue ateo y sectario. Agustín probó, en su búsqueda del sentido de la vida, en la búsqueda de su paz interior, todo lo que pudiera probar por aquellos tiempos. No me es difícil imaginar a un Agustín de mi tiempo que en su adolescencia y juventud, se marcha todos los viernes de botellón y discoteca hasta que amanezca, probando todo aquello que fuera para calmar el fuego que arde en nuestro interior buscando la verdad de nuestra vida. Cuando no la encontramos, la saciamos con sucedáneos. Pero cuando la encontramos, cuando conocemos Cristo, nuestra vida es capaz de reconocer el error y de adherirse a la verdad. Como dejó escrito san Agustín:

“¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y ves que tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba; y deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo mas yo no lo estaba contigo. Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no serían. Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y fugaste mi ceguera; exhalaste tu perfume y respiré, y suspiro por ti; gusté de ti, y siento hambre y sed; me tocaste, y abraséme en tu paz”.

Que hay que hacer para convertirse.

Agustín nos da una pista tremenda, enorme, para vivir una conversión. Él mismo nos dice que aquel que obra la conversión, Dios, ya estaba en su interior, no fuera, aunque él no le reconociera. Esto es imposible de entender para nadie, y de creer para el que no tiene fe, pero una de las tres personas que forman la Unidad Divina, Dios, es su Espíritu Santo, que habita de forma intangible en nuestro ser espiritual.

A mí siempre me ha gustado que estas cosas me las explicasen como si tuviese cuatro años. De modo que por poner otro ejemplo que haga posible la racionalización de este concepto en una medida muy básica, para el común de los mortales, digamos que si los hombres procedemos de Dios como parte de un plan existencial que se nos escapa, en nosotros tenemos su presencia como en nuestro adn tenemos la de nuestro padre. Incluso en el caso de que tú no hayas conocido a tu padre, tendrás una cantidad ingente de información sobre él con un sencillo análisis. Incluso algunos rasgos de tu carácter serán los mismos por herencia de esa persona a la que posiblemente ni hayas conocido. De alguna forma que no entendemos, la presencia física de nuestros padres estará en nosotros toda nuestra vida. Nuestro color de ojos no será nuestro, sino el suyo. Lo mismo con el del pelo. Las enfermedades serán las suyas, y muchas de las habilidades también. De la misma forma, nuestro Padre en el espíritu, en el alma, está en nosotros de una forma mucho más contundente y determinante que nuestro padre físico. Al fin y al cabo es esa semejanza –a imagen y semejanza- que tenemos con nuestro padre Dios, la única condición humana que no morirá nunca, que nos hace inmortales. Esa es la diferencia del ser humano con cualquier otro tipo de ser vivo: el ser humano es inmortal. El ser humano que se reconoce en plenitud, unido Dios en la persona de Cristo. Por eso he dicho siempre y digo que aquel hombre, aquel cristiano que ha conocido a Cristo, que le ha reconocido y al que se ha entregado, es indestructible, es inmortal. Ni la muerte misma puede con él. ¿Cuántos son pues los testimonios de aquellos que, habiendo sido amenazados de muerte por seguir a Cristo, han aceptado la muerte en Cristo, por encima de la vida sin Cristo? Porque de una u otra forma, ya se habían convertido.

Por eso, para vivir una conversión, poco o nada podemos hacer si no dejamos a Dios -a Cristo- que “habite” de forma libre en nuestro corazón. Es más una tarea de dejarse hacer que de hacer. Decía Juan Pablo II que no hay peor prisión que un corazón cerrado. La pregunta que yo lanzo en este foro hoy, estando además en tiempo de Cuaresma, es ¿Estás dispuesto tú, aún hoy, a dejarte sorprender por Dios? ¿Estás dispuesto a dejarle hacer a Él como si tu conversión dependiese más de Él que de ti? ¿Crees que Dios todavía tiene motivos para amarte sin medida o mides el amor de Dios por tu capacidad de hacerte amar? ¿Crees que ya te las sabes todas sobre Dios, o que Dios aún puede escribir páginas de amor en tu vida?

El que conoce el amor de Dios y deja que corra su curso en su vida, ese es el que se ha convertido. Como decía San Agustín, “la medida del amor es amar sin medida”. No es pues la medida del amor rezar sin medida, ni cumplir los prefectos de la Iglesia a rajatabla, sin falta alguna, sin medida. No. No es doctorarse en Teología, ni hacer voluntariados. Todo eso estará bien si se hace desde el amor y por amor. No por quedar bien, no por llamar la atención. Solo servirá de algo cuando se hace amando. Cuando se hace por amor. Ya lo dijo san pablo también:

“Aunque yo hablara todas las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo amor, soy como una campana que resuena o un platillo que retiñe.

Aunque tuviera el don de la profecía y conociera todos los misterios y toda la ciencia, aunque tuviera toda la fe, una fe capaz de trasladar montañas, si no tengo amor, no soy nada.

Aunque repartiera todos mis bienes para alimentar a los pobres y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo amor, no me sirve para nada.

El amor es paciente, es servicial; el amor no es envidioso, no hace alarde, no se envanece, no procede con bajeza, no busca su propio interés, no se irrita, no tienen en cuenta el mal recibido, no se alegra de la injusticia, sino que se regocija con la verdad.

El amor todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta.

El amor no pasará jamás. Las profecías acabarán, el don de lenguas terminará, la ciencia desaparecerá; porque nuestra ciencia es imperfecta y nuestras profecías, limitadas.

Cuando llegue lo que es perfecto, cesará lo que es imperfecto.

Mientras yo era niño, hablaba como un niño, sentía como un niño, razonaba como un niño, pero cuando me hice hombre, dejé a un lado las cosas de niño. Ahora vemos como en un espejo, confusamente; después veremos cara a cara. Ahora conozco todo imperfectamente; después conoceré como Dios me conoce a mí.

En una palabra, ahora existen tres cosas: la fe, la esperanza y el amor, pero la más grande todas es el amor”. Cor 13, 1-13.

Para la conversión nos es necesario por tanto nada más que hacerse como un niño, dejarse hacer, dejarse sorprender. Dejarse amar por Dios como lo hace un niño con su padre. ¿Qué niño pequeño le dice a su padre: Papá, no me traigas más regalos ni hagas conmigo planes sorpresa, porque ya nada me va a satisfacer, porque ya me has amado tanto que ya no me puedes amar más?

La actitud inteligente ante esta cuestión -y digo de todo hombre, no solo del cristiano- será pues la del que sabiéndose limitado –todos los somos por la muerte- pero que aspira a la eternidad, ESPERA de lo ilimitado, del ilimitado, que le sorprenda ¿Con qué? Con la conversión, con la esperanza a través de una vida de amor, rodeada incluso de pecados, de que Dios ama, Dios perdona, Dios espera, Dios actúa.

¿Quiénes son sujetos de conversión?

Todos. Yo mismo. Porque si bien es verdad que una vez que se ha dado ese encuentro con Dios, la conciencia de Él ya es imborrable, el hombre es mucho más débil de lo que imagina. Somos mucho más vulnerables de lo que pensamos. Mucho más. ¿Cuántas veces tantos de nosotros, católicos, creyentes, no nos hemos sorprendido diciendo una mentira, hablando mal de otro, no perdonando y acusando, trepando en el trabajo por unas perras de más, o haciendo mal al amor de alguna manera? Nuestra condición limitada por el pecado heredado, que nos hace discapacitados para las ansias del Alma, no dejará de acompañarnos en nuestra existencia terrena. La conversión en este sentido será el hecho de ser conscientes de esta condición. Lo cual ya es un enorme paso hacia Dios. El siguiente, es la misericordia, el perdón. Un perdón al que se accede a través de un Sacramento que fue instaurado por el mismo Jesús. “A quienes perdonéis los pecados serán perdonas….”, le dijo a sus apóstoles.

El haberse convertido no significa que una vez conocido al Señor ya no vamos a fallar. No. Significa que, a pesar de nuestras faltas y pecados, de nuestro no saber hacer bien las cosas, seguiremos empeñados en querer ser como Cristo. Por eso, la conversión, tras ese primer encuentro con Cristo, se dará cada día, cada mañana al levantarte de la cama. Cada día será una toma de la decisión de conversión, de dejarse hacer por Dios. Y en cada día deberemos tomar esa decisión un sinfín de veces más: “Quiero actuar como actuaría Él, más que como actuaría yo”. No quiero con esto meter presión a nadie, al revés. Fallaremos, como fallaba san Pablo y así nos dejó dicho:

“Porque sabemos que la Ley es espiritual, pero yo soy carnal, y estoy vendido como esclavo al pecado. Y ni siquiera entiendo lo que hago, porque no hago lo que quiero sino lo que aborrezco. Pero si hago lo que no quiero, con eso reconozco que la Ley es buena. Pero entonces, no soy yo quien hace eso, sino el pecado que reside en mí, porque sé que nada bueno hay en mí, es decir, en mi carne. En efecto, el deseo de hacer el bien está a mi alcance, pero no el realizarlo. Y así, no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero. Pero cuando hago lo que no quiero, no soy yo quien lo hace, sino el pecado que reside en mí. De esa manera, vengo a descubrir esta ley: queriendo hacer el bien, se me presenta el mal. Porque de acuerdo con el hombre interior, me complazco en la Ley de Dios, pero observo que hay en mis miembros otra ley que lucha contra la ley de mi razón y me ata a la ley del pecado que está en mis miembros.

¡Ay de mí! ¿Quién podrá librarme de este cuerpo que me lleva a la muerte?

¡Gracias a Dios, por Jesucristo, nuestro Señor! En una palabra, con mi razón sirvo a la Ley de Dios, pero con mi carne sirvo a la ley del pecado.” (Rm 7, 14-25).

Con lo que acabo de leer no quiero desanimaros, sino animaros en ese “Gracias a Dios, por Jesucristo!”. Y añado otra cita de san Pablo en la que infunde ánimo como fruto de su conversión.

“No digo esto porque esté necesitado, pues he aprendido a arreglarme con lo que tengo. Sé pasar privaciones y vivir en la abundancia. Estoy entrenado para todo y en todo momento: a estar satisfecho o hambriento, en la abundancia o en la escasez. Todo lo puedo en aquel que me fortalece.” (Filip 4, 11-13).

Por tanto, todos somos candidatos a una conversión. Está en nuestra mano el ser afín a Cristo, el formar parte de lo eterno, en formar parte de su Amor vivencial, no doctrinal. Con mis propios ojos he visto cómo hombres y mujeres de diferentes contextos se hacen cristianos doctrinales por el camino del amor. Esto es, que se esfuerzan en seguir una doctrina que facilita la vivencia del amor. Pero jamás vi el camino opuesto. No vi a nadie que por la doctrina, que por la norma, conociese el amor. La puerta por la que mayor número de personas entra en el Amor es el fracaso, no el éxito. Es el enamorado, el que se reconoce prendado y necesitado del otro, el que se supera para encontrarse con el amado, pero no existe hombre alguno que se supere sin amor. Solo Cristo puede hacernos mejores en el amor.

No voy a caer en la tentación de contar casos de conversión concretos y especialmente llamativos, mediáticos, porque la conversión no es un lujo de unos pocos cuyo único mérito parece haber sido enormes pecadores. No. La conversión es para todos, incluso para los que como yo, no habíamos conocido otro ámbito de pecado que no pasase de faltar algún domingo a Misa. La conversión es para aquellos que no hemos matado, robado, violado ni traficado con drogas. Nosotros también necesitamos la conversión. La conversión es para todos aquellos que hemos sido bautizados y que miramos desde la cómoda posición que nos da el hecho de sabernos los sacramentos, las oraciones y los mandamientos, pero que nos hemos perdido tal vez lo más importante: que una vida vivida sin amor en todo, no es una vida.

Mirad, la conversión es asombrosa porque conlleva un cambio de vida, y eso, es muy complicado. Más aun a medida que quien la vive es más mayor. Veréis, cambiar de hábitos de vida a los 20 años es más fácil que a los 30, y a los 40 más fácil que a los 50, y una conversión es complicada porque seguramente conlleve cambiar de amigos, de hobbies. Dejar de hacer cosas que te gustan para empezar a hacer cosas que quieres, aunque no te gusten. Ahí, ese gesto de dejar lo que me gusta, lo que me apetece, por lo que quiero, por lo que amo, ya es un signo de conversión, de apertura a Dios. Posiblemente tendremos que dejar nuestro estado de vida, puede que incluso a nuestra pareja durante un tiempo o para siempre, es posible que hasta el trabajo no sea conveniente y comenzaremos a emplear nuestro dinero en otras cosas. Eso, es asombroso señores. Eso no lo consigue nadie con nadie, al menos desde un ámbito de libertad. Coaccionados sí. Es lo que hacen las sectas y las ideologías. Pero desde un posición de libertad, de decisión solo personal, nadie. Luego está el tema de dar explicaciones, porque aunque todo a tu alrededor sigue igual, eres tú el que ha cambiado, y tu entorno lo nota y lo siente. Cuando Dios se te presentas, te dice: “Mira, esto soy yo, decide tú si quieres seguirme o seguirte”. Dios se hace aquel vecino o amigo que en su día nos enseñó el televisor de color, y nos dijo que si queríamos nos lo llevásemos a casa o seguir viendo la tele en ByN.

Amigos, la conversión es para todos, para hoy y para ahora. Por dos razones. La primera es la que menos me gusta argumentar, pero también necesaria de saber: No sabemos cuándo ni cómo se acabará nuestra vida. La otra es porque aunque lo supiésemos y quisiéramos esperar hasta el último momento, se vive mejor en el amor trascendente, en el que va mas allá de nuestra propia vida, con sus pruebas y dificultades, que en el intrascendente, en el que se acaba en las cosas de la tierra, y que dicho sea de paso, tiene también sus pruebas y dificultades, porque fuera del cristianismo también hay cruces. Que nadie os engañe. Cuál es el sentido de ellas puede ser una buena pregunta para el inicio de una conversión.

Ámbitos de conversión

He conocido historias de conversión tan diferentes que podría hacer mía la frase de Benedicto XVI: que hay tantos caminos para conocer a Dios como almas, como hombres. Para empezar, hay que saber que a Cristo se le encuentra porque Cristo espera. Cristo está esperando. Ese es el único denominador común en las conversiones. Por eso, el primer ámbito de amor es interior: la apertura del corazón, el estar dispuesto a ser sorprendido. A escuchar y a decidir, con criterio propio y maduro.

Esta apertura nunca se debe forzar –va contra el propio amor-. Se puede facilitar, tanto en primera persona como en segunda. En primera persona, poniéndonos a tiro. Diciendo de forma honesta y sincera, transparente, en un dialogo con ese Dios al que posiblemente no conocemos, en el que no creemos, que estamos disponibles para Él, en caso de que exista y escuche. Si Dios no existe, no habrá nada que temer, pues nada sucederá. Si existe, debería responder. Y si ama, lo hará.

Es muy recomendable buscar ámbitos de soledad, de interioridad, de silencio interior en el que escuchemos nuestro corazón, nuestra conciencia. Un ámbito en el que establecer un dialogo con Dios en el interior. Por eso son muy recomendables las visitas a lugares de silencio y oración como son los monasterios. Pasar un par de días en silencio en la presencia mística que otorgan los lugares sagrados.

Otro ámbito muy recomendable son las peregrinaciones. Ponerse en camino en un viaje cuyo destino es, más que un lugar físico, ese silencio que se da en el caminar, en el viaje largo y pausado andando, o bien sentado durante horas interminables de autobús mirando por la ventanilla.

Quiero hacer aquí un aparte y es que en el peregrinar cualquier medio es válido, sin embargo, como en todo, hay ámbitos que facilitan el fin de la peregrinación. El alma necesita tiempo para detenerse a pensar, a descansar, a escuchar. La inmediatez de un viaje en avión, por ejemplo, -añádase aquí el estrés del aeropuerto, la búsqueda de las maletas, etc-, no deja tanto espacio -y me refiero a espacio-tiempo- para este ejercicio de reflexión, de silencio e interiorización, como sí lo puede dejar una peregrinación más dilatada. Además, la experiencia de una peregrinación que conlleve incomodidades o trabajo físico como el andar, acerca indefectiblemente al peregrino a su condición de criatura limitada, facilitando ese abandono en lo que Dios disponga y quiera. Una peregrinación no es un viaje turístico ni de entretenimiento. Una vez dicho esto, no quita para que en muchas ocasiones no encontremos otra forma de peregrinar, y que no sea caminando durante semanas o viajando por carretera durante días, y lo cierto es que Dios no busca rodeos sino atajos en su búsqueda del encuentro con el hombre. Sea cual sea el formato, lo importante es ponerse en camino. Como ya he dejado dicho en otras ocasiones, peregrinar es darle la oportunidad a Dios de mostrarte en pocos días lo que puede hacer en toda tu vida.

Otros ámbitos son la sencilla oración personal, el seguimiento de un ejemplo de vida, de un amigo o conocido al que le ha pasado algo que ha cambiado su vida, cualquier acto de amor, de entrega. Aquí hablo de facilitar la conversión en segunda persona. De verdad que mucho mejor que teorizar, enseñar, y no digamos imponer, no hay nada como la práctica del testimonio personal. El “a mí me ha pasado esto”. Nada como aquel que nos contó que algo maravilloso le había pasado, que se refleja en sus actos, y que lo cuenta como proposición, incluso como curiosidad, nunca como imposición o como única opción de vida. En palabras de Juan Pablo II, “las ideas se proponen, no se imponen”.

El que se convierte se hace testigo incasable. Si no, veamos que nos cuenta san Pablo otra vez acerca de lo que ha supuesto su conversión y que sin embargo, no le hace desfallecer:

“Estuve más en trabajos; aún más en azotes sin número; en cárceles; muchas veces en peligro de muerte. De los judíos, cinco veces he recibido cuarenta azotes menos uno. Tres veces he sido azotado con varas; una vez apedreado; tres veces he padecido naufragio; una noche y un día he estado como náufrago en alta mar; muchas veces estuve en los caminos; en peligros en los ríos; peligros de ladrones, peligros de los de mi nación, peligros de los gentiles, peligros en la ciudad, peligros en el desierto, peligro en el mar, peligros entre falsos hermanos; en trabajo y fatiga, en muchos desvelos, en hambre y sed, en muchos ayunos, en frío y en desnudez”. 2 Cor 11, 23-27).

Testimonio

Todo esto de lo que he hablado tiene que ver mucho con un tema que no por conocido ya está muy manido en la Iglesia, que es la Nueva Evangelización, la que necesitamos en Occidente los “cristianos de siempre”.

Para terminar y para predicar con el ejemplo, os ofrezco un sencillo testimonio y deciros que la llamada a la conversión es para ya. Os lo digo como cristiano no solo bautizado, sino como pecador arrepentido que ha conocido a Cristo, esto es, un cristiano convertido que necesita de vuestra oración para vivir cada día mi conversión. Yo la vivo con alegría, una alegría que ya no me quita nadie, incontenible, irrefrenable, que se necesita compartir y no encuentra cómo ni dónde.

Desde que decidí emular a Cristo, meterlo en mi vida, no han desaparecido las pruebas y dolores de la vida, pero son más llevaderos. Os digo más. Aunque no lo fueran, lo prefiero. Prefiero vivir en la Verdad que fuera de ella. Prefiero vivir en el amor, aunque duela. Como os he dicho, el haber conocido a Cristo me ha hecho indestructible, inmortal de alguna manera, y yo lo que quiero, aparte de ser feliz en la Tierra, es ir al cielo cuando me muera.