23/11/2018 – En Reino de Cristo en el Corazón de la Reina de la Paz

Mensaje, 25 de agosto de 1989

“¡Queridos hijos! Los invito a la oración. Por medio de la oración, queridos hijos, ustedes obtienen gozo y paz. Por medio de la oración, ustedes son más ricos en la misericordia de Dios. Por eso, queridos hijos, que la oración sea la vida para cada uno de ustedes. Especialmente los invito a orar de tal forma que todos aquellos que están lejos de Dios puedan convertirse. Entonces, todos los corazones serán más ricos porque Dios reinará en el corazón de todos los hombres. Por eso, queridos hijos, ¡oren, oren, oren!. Que la oración comience a reinar en el mundo entero. Gracias por haber respondido a mi llamado!”.

San Luis María G. de Montfort dice que: “el Reino de Jesucristo no será sino una consecuencia necesaria del conocimiento de la Santísima Virgen, que le trajo al mundo la primera vez y le hará resplandecer en la segunda” (Tratado Verdadera Devoción 13). Y especifica que este advenimiento se sitúa en los últimos tiempos “cuando suscitará Dios grandes hombres llenos del Espíritu Santo y del espíritu de María, por los cuales esta Augusta Soberana hará grandes maravillas en la tierra para destruir el pecado y establecer el Reinado de Jesucristo”. (Secreto de María 58).

La razón por la cual es fundamental esta presencia maternal de María en el caminar hacia el Reino del Señor, es que Dios quiere manifestar “su obra maestra” y quiere que sea glorificada en este mundo, como estrella clara, que conduce a los fieles en medio de las tinieblas. Porque Ella ha sido aquí humillada y ocultada, el Señor quiere exaltarla y elevarla. Pero, sobre todo, porque María es la Aurora que precede al Sol de Justicia, Jesucristo.

Dios comienza la salvación por María; es por Ella que querrá también terminarla; Ella tiene una influencia decisiva en la primera venida de Cristo. Parece imposible que María no tenga una función importante en la segunda venida.

En el orden de la caída y del pecado, todo comienza por Eva y se consuma en Adán; y el pecado se transmite a la humanidad. Y así en el orden de la reparación y de la gracia, todo comienza por María, que nos da al Redentor; todo se acabará en Cristo.

Y es evidente que hay una intervención continua de la Santísima Virgen en la batalla que se libra entre los poderes del bien y del mal; va apareciendo más claramente su devoción que es intensificada bajo la acción del Espíritu Santo. Podemos afirmar con claridad, que nuestra época es ya Mariana porque es evidente una imponente arremetida satánica. Satanás, sabiendo que será derrotado, lanza contra el Reino de Dios una guerra más formidable. Por eso, el Corazón Inmaculado, “deberá brillar en misericordia, en fuerza y en gracia” para contemplar con gozo el triunfo del Inmaculado Corazón de María.

Mensaje, 2 de abril de 2012

“Queridos hijos, como Reina de la Paz deseo daros a vosotros, mis hijos, la paz, la verdadera paz que viene del Corazón de Mi Hijo Divino. Como Madre oro para que en vuestros corazones reine la sabiduría, la humildad y la bondad: que reine la paz, que reine Mi Hijo. Cuando Mi Hijo sea el soberano en vuestros corazones, podréis ayudar a los demás a conocerlo. Cuando la paz del cielo os conquiste, aquellos que la buscan en lugares equivocados, dando de esta manera dolor a Mi Corazón materno, la reconocerán. Hijos míos, grande será mi alegría cuando pueda ver que acogéis mis palabras y deseáis seguirme. No tengáis miedo, no estáis solos. Entregadme vuestras manos y yo os guiaré. No olvidéis a vuestros pastores. Orad para que sus pensamientos estén siempre con Mi Hijo, que los ha llamado para que lo testimonien. ¡Os lo agradezco!”.

El dogma de la Asunción nos lleva como de la mano a la realeza de María. María subió en cuerpo y alma al cielo para ser coronada por la Santísima Trinidad como Reina y Se­ñora de cielos y tierra.

La realeza universal de María es el resultado necesario de la misma misión a la que fue predestinada por Dios y que constituyó la razón de su existencia: la misión de Madre del Creador y de las cria­turas, y de Mediadora entre el Creador y las criaturas. Ella nació Reina porque fue predestinada ab aeterno Reina. Y fue predestinada ab aeterno Reina porque fue elegida ab aeterno por Dios para la sin­gularísima y trascendental misión de Madre y Mediadora universal.

Accediendo a las peticiones de todos los pueblos, Pío XII quiso clausurar el Año Mariano (1954) instituyendo la fiesta litúrgica de María Reina de toda la Iglesia. El Papa expuso con claridad: «no queremos proponer a la fe del pueblo cristiano ninguna nueva verdad, ya que el título mismo y los argumentos en que se apoya la dignidad regia de María han sido en realidad magníficamente expuestos en todas las épocas y se encuen­tran en los documentos antiguos de la Iglesia y en los libros de la sagrada liturgia»

El Concilio Vaticano II enseña también y propone la realeza de María en los siguientes términos: «La Virgen Inmaculada, preser­vada inmune de toda mancha de culpa original, terminado el curso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial y fue enaltecida por el Señor como Reina del Universo, para que se asemejara más plenamente a su Hijo, Señor de los que dominan (Ap 19,16) y vencedor del pecado y de la muerte».

Mensaje, 25 de mayo de 2010

“Queridos hijos! Dios les ha dado la gracia de vivir y de custodiar todo el bien que hay en ustedes y alrededor de ustedes, y de alentar a otros a ser mejores y más santos, pero Satanás no duerme, y a través del modernismo los desvía y los conduce por su camino. Por eso, hijitos, en el amor hacia mi Corazón Inmaculado, amen a Dios sobre todas las cosas y vivan Sus Mandamientos. Así su vida tendrá sentido y la paz reinará en la Tierra. !Gracias por haber respondido a mi llamado!”.

La realeza de María ha de explicarse por analogía con la de Jesucristo Rey, siguiendo las directrices de la magnífica encíclica de Pío XI “Quas primas”, a ella dedicada:

«Ha sido costumbre muy generalizada ya desde antiguo llamar Rey a Jesucristo en sentido metafórico, por el supremo grado de ex­celencia que posee, y que le levanta sobre toda la creación. En este sentido se dice que Cristo reina en las inteligencias de los hombres… en las voluntades… y en los corazones… porque ningún hombre ha sido ni será nunca tan amado por toda la humanidad como Cristo Jesús. Sin embargo, para delimitar con más exactitud el tema, es evidente que también en sentido propio hay que atribuirle a Jesucristo-hombre el título y la potestad de Rey; pues sólo como hombre se puede afirmar de Cristo que recibió del Padre la potestad, el honor y el reino (Dan 7,13-14), ya que como Verbo de Dios, identificado sustancialmente con el Padre, posee necesariamente en común con el Padre todas las cosas, y, por tanto, también el mismo poder su­premo y absoluto sobre toda la creación».

El Papa Pío XII proclama clara y abiertamente esta doctrina:

«Como hemos mencionado antes, venerables hermanos, el funda­mento principal, documentado por la tradición y la sagrada liturgia, en que se apoya la realeza de María es indudablemente su divina ma­ternidad. Se lee en la Sagrada Escritura del Hijo que la Virgen concebirá: «Hijo del Altísimo será llamado y a El le dará el Señor Dios el trono de David, su padre, y en la casa de Jacob reinará eter­namente, y su reino no tendrá fin» (Le 1,32-33), y a María se la llama «Madre del Señor (ibid. 1,43); de donde fácilmente se deduce que Ella es también Reina, pues engendró un Hijo que, en el mismo mo­mento de su concepción, en virtud de la unión hipostática de la hu­mana naturaleza con el Verbo, era Rey aun como hombre y Señor de todas las cosas. Así que con razón pudo San Juan Damasceno escri­bir: «Verdaderamente fue Señora de todas las criaturas cuando fue Madre del Creador»; y de igual modo puede afirmarse que el primero que anunció a María con palabras celestiales la regia pre­rrogativa fue el mismo arcángel San Gabriel».

Mensaje, 2 de agosto de 2010

“Queridos Hijos: Hoy os invito a que junto a mí, empecéis a construir en vuestros corazones el Reino de los Cielos y a olvidar lo personal, y guiados con el ejemplo de mi Hijo penséis en lo divino. ¿Qué es lo que Él quiere de vosotros? No permitáis a Satanás que os abra los caminos de la felicidad terrena, los caminos en los que no está mi Hijo. Hijos míos, éstos son falsos y duran poco. Mi Hijo es el que es. Yo os ofrezco la felicidad eterna y la paz, la unidad con mi Hijo, con Dios, el Reino de Dios. ¡Os doy las gracias!”.

María es Reina del Universo

Por derecho de conquista, como Corredentora de la humanidad, es S.S. Pío XII quien explica este título de la realeza de María:

“Con todo, debe ser llamada Reina la Beatísima Virgen María, sólo por razón de su maternidad divina, sino también porque, por voluntad divina, tuvo parte excelentísima en la obra de nuestra eterna salvación. Dice Pío XI, predecesor nuestro de feliz memoria: «¿Qué cosa más hermosa y dulce puede acaecer que Jesucristo reine sobre nosotros no sólo por derecho de su filiación divina, sino tam­bién por el de Redentor?». Mediten los hombres, todos olvidadizos, cuánto costamos a nuestro Salvador: «No habéis sido redimidos con oro o plata, cosas corruptibles, sino con la sangre preciosa del Cor­dero inmaculado e incontaminado, Cristo» (1 Pe 1,18-19). «Ya no so­mos nuestros, porque Cristo nos compró a gran precio» (1 Cor 6,20).

Lo canta la liturgia sagrada: «Estaba en pie dolorosa, junto a la cruz de nuestro Señor Jesucristo, Santa María, Reina del cielo y Señora del mundo». Así lo escribió San Anselmo: «Así como Dios, creando con su poder todas las cosas, es Padre y Señor de todo, así María, reparando con sus méri­tos todas las cosas, es Madre y Señora de todo; Dios es Señor de todas las cosas, porque las ha creado en su propia naturaleza con su imperio, y María es Señora de todas las cosas, porque las ha elevado a su dignidad original con la gracia que ella mereció». En fin, «como Cristo por título particular de la redención es Señor nuestro y Rey, así la Bienaventurada Virgen (es Señora nuestra) por el singular concurso prestado a nuestra redención, suministrando su sustancia y ofreciéndola voluntariamente por nosotros, deseando, pidiendo y procurando de una manera especial nuestra salvación».

Una síntesis de esta analogía, del Padre Antonio Royo Marín, del reino de Jesucristo y el de María:

No es un reino temporal y terreno, como el de los reyes de la tierra. No porque Jesús y María no tengan pleno dominio incluso sobre las cosas temporales y terrenas, sino porque el fin del reino de Jesús y de María es la bienaventuranza eterna, consistente en la posesión de Dios en la visión y goce beatíficos.
Sino más bien eterno, como el de Jesucristo, “que no ten­drá fin» (Le 1,33).
Y universal. La universalidad del reino de Jesús y de María es total y absoluta. Se extiende al cielo, a la tierra y a los mismos abismos (Flp 2,10-11).
a) En el cielo reinan sobre los mismos ángeles— en virtud de la unión hipostática (Jesús) o de la elevación a ese orden (María)— y sobre todos los santos y bienaventurados, que adquirieron la bien­aventuranza por la redención de Cristo y la corredención de María.

b) Reinan también sobre las almas del purgatorio, que están confirmadas en gracia y gozarán muy pronto de la eterna bienaven­turanza. La Santísima Virgen ejerce su reino sobre ellas visitándolas maternalmente, consolándolas y apresurando la hora de su libera­ción.

c) En la tierra reinan Jesús y María por derecho natural (Hijo de Dios-Madre de Dios) y de conquista (Redentor-Corredentora). La Iglesia pone en boca de María estas palabras de la Escritura que corresponden primariamente a Jesucristo: «Por mí reinan los reyes, y los príncipes decretan lo justo; por mí mandan los jefes, y los nobles juzgan la tierra» (Prov. 8,15-16).

d) En los abismos se deja sentir también el reinado de Cristo y de María, en cuanto que los demonios y condenados, reconocien­do su poder, tiemblan ante ellos, ya que pueden desbaratar sus ataques, vencer sus tentaciones y triunfar de sus insidias sobre los hombres. Y cuando el mundo termine, perdurará eternamente el rigor de la justicia divina sobre aquellos que rechazaron definitiva y obstinadamente el reinado de amor de Jesús y de María.

El Reino de María es de verdad y de vida, a semejanza del de Jesucris­to, del que participa análogamente.
El Reino de María es Reino de santidad y de gracia. María es la santa de las santas, la llena de gracia, la que nos alcanza de Dios todas las gracias que recibimos los hombres.
Es Reino de justicia, al menos en cuanto a premiar las bue­nas obras de los escogidos.
Es Reino de amor, ya que ejerce continuamente su inmen­so amor sobre todos sus súbditos, que son también sus hijos.
Y es un Reino de paz: Regina Pacis, la aclama solemnemente la misma Iglesia en las letanías de María.

Mensaje, 25 de agosto de 2000

“¡Queridos hijos! Deseo compartir con ustedes mi gozo. En mi Corazón Inmaculado siento que son muchos los que se me han acercado y que llevan de una manera especial en sus corazones la victoria de mi Corazón Inmaculado, al orar y convertirse. Deseo agradecerles y alentarlos, para que con el amor y la fuerza del Espíritu Santo trabajen aún más para Dios y Su reino. Yo estoy con ustedes y los bendigo con mi bendición maternal. Gracias por haber respondido a mi llamado!”.

María empezó a ser Reina en el momento mismo en que concibió por obra del Espíritu Santo a Jesucristo Rey; y Cristo reafirmó su realeza por derecho de conquista con su compa­sión al pie de la cruz; lo manifestó el Espíritu Santo cuando se ejerció desde el mismo Cenáculo, sobre la Iglesia primi­tiva, sobre los apóstoles y primeros discípulos del Señor, y sigue y seguirá ejerciéndola eternamente en el cielo sobre todos los seres creados, otorgando al cuerpo místico de Cristo, que peregrina en un valle de lágrimas, la misma paz que procuró a los discípulos, en medio de confusiones y tribulaciones.

Necesitamos de la verdadera Paz

Mensaje, 25 de diciembre de 1988

“¡Queridos hijos! Los invito a la paz. Vivan la paz en su corazón y a su alrededor para que todos puedan conocer la paz que no proviene de ustedes sino de Dios. Hijitos, hoy es un gran día, regocíjense Conmigo! Celebren el nacimiento de Jesús con mi paz, la paz con la que Yo vine como su Madre, Reina de la Paz. Hoy les doy una bendición especial. Llévenla a cada criatura de tal manera que cada una pueda tener paz. Gracias por haber respondido a mi llamado!”.

Necesitamos la paz entre las naciones, la paz internacional, la paz social y política de los pueblos, la paz doméstica en las familias, la paz del individuo.

La llaga mortal de la violencia esta sumergida en el mismo seno de las naciones, inficiona las las conductas humanas, las artes, el comercio, la ciencia, la educación, la política, etc.; en una palabra, todo lo que contribuye a la prosperidad pública y privada. Y este mal se hace cada vez más pernicioso por la codicia de bienes materiales, la tenacidad por ostentarlos, el ansia de riquezas y de poder. Los frecuentes enfrentamientos, voluntarios y forzados; la persecución religiosa, racial y étnica, los tumultos públicos, las consiguientes represiones, con daño de todos. Se viola con demasiada frecuencia la misma identidad y el amor conyugal, se promueve el abandono de los deberes que el matrimonio impone ante Dios y ante la sociedad, se destruye la vida humana en el vientre materno y se actúa con indiferencia ante el ser humano despojado de su dignidad en su infancia, juventud, enfermedad y ancianidad.

Falta la paz al ver que de tantas Iglesias son profanadas, el culto divino maltratado, desacralizado, descuidado; muchos seminarios, cerrados y tantos ambientes religiosos envenenados de herejía y vicios; por lo que en todas partes ha disminuido el número de sacerdotes, de vocaciones religiosas, de matrimonios cristianos, y que por lo mismo en muchos sitios se vea reducida al silencio la predicación de la palabra divina, tan necesaria para la edificación del cuerpo místico de Cristo.

Mensaje, 25 de septiembre de 1991

“¡Queridos hijos! Hoy, de una manera especial, los invito a todos ustedes a la oración y a la renunciación. Porque ahora, como nunca antes, Satanás quiere mostrar al mundo su rostro ignominioso con el cual quiere seducir a la mayor cantidad posible de personas y llevarlas por el camino de la muerte y el pecado. Por tanto, queridos hijos, ayuden a mi Corazón Inmaculado a triunfar en este mundo tan pecador. Yo les imploro a todos ustedes que ofrezcan oraciones y sacrificios por mis intenciones, para que Yo pueda presentárselos a Dios por lo que sea más necesario. Olviden sus deseos, queridos hijos, y oren por lo que Dios desea, no por lo que ustedes desean. Gracias por haber respondido a mi llamado!”.

Se nos promete la paz, pero no la paz verdadera y estable, menos la paz con Dios, causa eficiente de la auténtica paz entre los seres humanos. Ante todo es necesario que la paz verdadera reine en nuestros corazones. Porque de poco valdría una apariencia exterior de paz, que hace que los hombres se traten con urbanidad y cortesía, aunque se estén destruyendo privándose de la honra, el sustento y del bien del alma. Es necesaria una paz que llegue al espíritu, los tranquilice, lo incline a la humildad y disponga a los hombres a una mutua benevolencia fraterna y auténtica, en la que se es capaz del sacrificio por el bien auténtico del prójimo. Y no hay semejante paz si no es la de Cristo; y para que la paz de Cristo triunfe en nuestros corazones, no puede ser por facultad meramente humana, sino que es obra del Espíritu Santo, en el que se nos educa de modo sencillo y dócil, por el Corazón Materno que fue formado por la abundancia de la gracia y la acción del Espíritu Santo.

Esta es la paz que Jesucristo conquistó para los hombres; más aún, según la expresión enérgica de San Pablo, “Él mismo es nuestra paz; porque satisfaciendo a la divina justicia con el suplicio de su carne en la cruz, dio muerte a las enemistades en sí mismo… haciendo la paz, y reconcilió en sí a todos y todas las cosas con Dios”. Con gran acierto lo expresa Santo Tomás de Aquino, que explica que “la verdadera y genuina paz pertenece más bien a la caridad que a la justicia, ya que lo que ésta hace es remover los impedimentos de la paz, como son las injurias, los daños, etc. Pero la paz es un acto propio y peculiar de la caridad”, y la Caridad es lo que abunda en el Corazón de Jesús y el Inmaculado Corazón de María.

El reino de la paz se gesta en nuestro interior. Por tanto, a la paz de Cristo, que, nacida de la caridad, reside en lo íntimo del alma, que por la caridad se adueña de las almas, no se alimenta de bienes caducos, sino de los espirituales y eternos, cuya excelencia y ventaja el mismo Cristo declaró al mundo y derramó en abundancia en el Corazón de su Madre.

Esta es por lo tanto la paz que María busca reestablecer en los corazones heridos y violentados, pero que siendo sumergidos en los océanos de la gracia, cuyo caudal brota del Corazón traspasado de Jesús, se restablecen en la justicia y misericordia para con Dios y el prójimo, y que en la dulzura maternal del Corazón Inmaculado de María, aprenden pedagógicamente el lenguaje racional, activo, afectivo y espiritual de la paz.

Mensaje, 25 de julio de 1990

“¡Queridos hijos! Hoy los invito a la paz. Como Reina de la Paz, Yo he venido aquí y quisiera enriquecerlos con mi paz maternal. Queridos hijos, Yo los amo y quisiera conducirlos a todos a la paz que sólo Dios da y que enriquece cada corazón. Yo los invito a ser portadores y testigos de mi paz en este mundo sin paz. La paz debe comenzar a reinar en este mundo que no tiene paz y que anhela la paz. Yo los bendigo con mi bendición maternal. ¡Gracias por haber respondido a mi llamado!”.

Fuentes:

Pío XI, QUAS PRIMAS
Pío XI, UBI ARCANO
Pío XII, AD CAVIÍ REGINAM
Pío XII, AD CAELI REGINAM
Antonio Royo Marín, Teología y Espiritualidad Mariana
Sociedad Montfort, AL REINO DE CRISTO POR EL REINO DE MARÍA

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