26/11/2012 – Testimonio de Débora Galindo Rodríguez

“Gospa Maika Moya, Kralitja Mirá”. La primera vez que oí estas palabras -raras y casi ininteligibles en aquel entonces- estaba en un autobús croata rumbo a Medjugorje. Uno de los sacerdotes con los que viajábamos nos dijo que íbamos a ensayar una canción conocida por todos en Medjugorje, y la mayoría en el autobús, sabiendo de qué iba todo aquello, le siguieron, entonándola, y traduciéndola luego al castellano y al catalán (la peregrinación estaba organizada por la Asociación Amor de Dios, desde Barcelona). “¿Pero cómo se pueden aprender esto…?” fue lo que pensé. Quién me iba a decir a mí, que después de aquel viaje, esta pequeña canción sonaría en mi cabeza muchos días, y me haría añorar tanto este pueblecito, perdido entre montañas, que me cambió la vida.

Mi madre y yo nos embarcamos en esta aventura juntas. Sabemos que Dios llama a quien quiere, ¿no? Pues la Virgen también. Y Ella decidió entrar en nuestra familia a través de nosotras. Pero sus planes, al principio de la peregrinación, ni los sospechábamos.

La mayoría de los peregrinos ya había ido alguna vez a Medjugorje, así que entrar en el ritmo de cada día no era difícil para ellos. Yo me apunté a esta peregrinación voluntariamente, pero al ser a mediados de agosto, me “cortó un poco mi rollo”. Prefería haber seguido con mis amigos, disfrutando del verano, pero allí estaba, con mi madre, y sin conocer a nadie más que a uno de los sacerdotes y a dos compañeras que iban también de Salamanca. Para mí esta peregrinación era nueva, ya que en todas las que había estado hasta entonces habían sido con mi comunidad neocatecumenal. Recuerdo el día de las presentaciones, cuando cada uno decía su nombre, si era la primera vez que estaban en Medjugorje, y gracias a quién estaban allí. Un padre de familia numerosa, dijo que ellos empleaban sus vacaciones y su dinero para ir en verano a Medjugorje con sus hijos. “Están locos,” pensé, “venir todos los años aquí, a este pueblo…”.

Los tres o cuatro primeros días pasaron para mí entre quejas y con unas ganas tremendas de que llegara el domingo para volver a Salamanca. En esos días, me acuerdo de una señora del grupo que un día nos dijo a mi madre a y mí: “Aquí, en Medjugorje, la Virgen te tumba, quieras o no”. Recuerdo que yo, orgullosa como soy e incluso un poco mosqueada por lo que nos había dicho, pensé: “Bueno, eso será si YO quiero. Si YO no quiero, a mi no me va a tumbar…”. Era el cuarto día de peregrinación, y creo que sería de las pocas personas del grupo que seguía sin enterarse de nada. Yo rezaba, iba con el grupo a las charlas, ayunaba…pero hacía todo esto un poco por vergüenza a quedarme sola y por lo que la gente pensara. Ese día, los sacerdotes y seminaristas de nuestro grupo fueron invitados a la casa del vidente Ivan, para estar presentes en la aparición diaria. Cuando volvieron, María (una de las chicas que viajaba también desde Salamanca) y yo le preguntamos a uno de los seminaristas qué tal les había ido. Él nos contó su experiencia con lágrimas en los ojos, y algo tocó mi corazón. Me dije “¿Y si todo esto es verdad, y yo estoy aquí desperdiciando el tiempo?” Pero la Virgen me quería un día más ciega…así que yo seguí a lo mío.

Durante los primeros días de peregrinación nos habían invitado a, si queríamos, hacer una “confesión general de nuestra vida”, esto es, confesar todos los pecados desde que tienes conciencia de ellos, aunque ya estén perdonados, como un signo del Amor que Dios nos tiene. Por supuesto, yo cuando nos lo dijeron dije: “Yo ni loca…además, no pienso ni confesarme”. Me había confesado hacía unos días en un campamento cristiano al que había asistido, así que pensé que eso no era para mí en aquel momento. El viernes María fue a hacerla, y como tardaba (allí las colas son bastante largas), me fui a esperarla, y me quedé hablando con ella en la cola. Cuando le tocó, en vez de irme y para mi asombro, me puse a rezar un rosario y me quedé hasta que fue mi turno y me confesé. Lo que sentí al recibir la absolución y la bendición al acabar, no lo había sentido jamás. Una paz y una alegría interiores indescriptibles. Sabía que algo pasaba allí, me di cuenta, aunque quizás, para disfrutarlo, un poco tarde… Los dos días que quedaban los aproveché al máximo, rezando y creyéndome cada palabra que escuchaba y que yo recitaba en las oraciones.

Cuando llegamos a Salamanca, un sentimiento me invadió el alma: no podría volver allí hasta el verano siguiente. Pensé que no podría aguantar un año sin volver, pero la Virgen nos entrega unas armas para poner en práctica todos sus mensajes allá donde cada uno vivimos, y así, estar de alguna forma más cerca de Medjugorje.

Mi madre y yo trajimos una cosa clara: teníamos que ir toda la familia junta a Medjugorje. Compramos un rosario para cada miembro de la familia, y desde entonces, intentamos rezarlo juntos cada día. Creo que este fruto de Medjugorje es algo muy grande, el que la familia se una para rezar a Dios y a María.

Son muchas las gracias que me traje aquel verano de ese pueblecito de Bosnia. La Madre nunca te deja volver de vacío, y recordaba sonriendo aquellas palabras “La Virgen te tumba, quieras o no”.

Este año he ido por tercera vez allí. La segunda y esta hemos ido toda la familia junta. Es una gracia poder ir con la familia allí. Y a pesar de que sé que Dios es grande, tanto el año pasado (segunda vez que fui) como este, me atreví a pensar al principio de la peregrinación, “creo que ya sé todo de aquí…realmente no hay mucho más para ver, siempre son los mismos testimonios, el mismo ritmo de oración… No me importa, lo que quiero es pasar unos días con la Virgen”. Aún así, como ya he dicho, la Gospa no te deja volver de vacío. Cada vez es diferente, con cosas nuevas, que no te esperas. Gente nueva con la que compartir esta gracia.

Hoy en día, los frutos siguen siendo infinitos. Y doy gracias por haber descubierto Medjugorje, y sobre todo, a la Virgen, como a una Madre que me quiere. “Si supieras cuánto te amo, llorarías de alegría”.