Comentario del mensaje del 25 de Agosto de 2013

“Queridos hijos, también hoy el Altísimo me concede la gracia de estar con vosotros y de guiaros hacia la conversión. Día tras día yo siembro y os invito a la conversión para que seáis oración, paz, amor, y trigo que al morir produce el céntuplo. No deseo que vosotros, queridos hijos, tengáis que arrepentiros por todo lo que pudisteis hacer y no hicisteis. Por eso hijos míos, decid de nuevo con entusiasmo: ‘Deseo ser un signo para los demás’. ¡Gracias por haber respondido a mi llamada!”

“Cuando os persigan en una ciudad huid a otra, y si también en ésta os persiguen marchaos a otra. Yo os aseguro: no acabareis de recorrer todas las ciudades de Israel antes que venga el Hijo del hombre” (Mt. 10, 23). Ciertamente los cristianos no buscamos ser perseguidos, pero la persecución es como nuestro signo de identidad. Un cristiano defiende valores tan diferentes a los de nuestro mundo que lo lógico y normal es la persecución. ¿No mataron a Jesús? No podemos esperar nada diferente para nosotros. En medio de todo, es necesario que no perdamos el sentido que tiene todo aquello que hacemos. Si estamos centrados en Cristo, si la oración con el corazón es la fuente de nuestra inspiración, si la Eucaristía es nuestro alimento espiritual, si la Palabra de Dios es vivida y meditada en nuestras vidas, si ayunamos por el Reino, si procuramos estar siempre en gracia de Dios… nada hemos de temer. No acabaremos nuestro camino y Cristo se nos presentará de diversas formas y nos hablará. Jesús nos busca, busca al hombre para entrar en la intimidad de su vida y su corazón. Nuestro pecado y nuestros miedos, nuestro orgullo y nuestro amor propio, nuestro egoísmo y nuestra dureza de corazón, pueden hacer que perdamos el tiempo por caminos que no llevan a la vida verdadera. Por eso necesitamos la ayuda de Dios, necesitamos de nuestra sincera y profunda conversión. ¿De qué sirve todo lo que hacemos si perdemos a Dios? ¿Para qué tantas preocupaciones si no recibimos al Hijo? Si estamos con Cristo tendremos paz, si estamos con el Hijo descubriremos el amor y si vivimos con él nada hemos de temer. “Pues si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así pues, sea que vivamos, o que muramos, del Señor somos. 
14:9 Porque Cristo para esto murió y resucitó, y volvió a vivir, para ser Señor así de los muertos como de los que viven” (Rom. 14, 8-9). Si queremos vivir para siempre tenemos que vivir con el que tiene vida eterna.

“En verdad, en verdad os digo que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, produce mucho fruto. El que ama su vida la pierde; y el que aborrece su vida en este mundo, la conservará para vida eterna. Si alguno me sirve, que me siga; y donde yo estoy, allí también estará mi servidor; si alguno me sirve, el Padre lo honrará” (Jn. 12, 24-26). Después de leer este fragmento del evangelio sólo podemos decir que ser cristiano no es tan fácil. Hemos de estar dispuestos a dejarnos matar, a que nos devoren por el Reino. Nuestra vida no tiene fin en si misma, el fin lo tiene en Dios. Hay que entender que nuestro tránsito en este mundo es eso, un tránsito. Lo importante es la eternidad. Cuando observamos con tristeza la enfermedad, la muerte, el sufrimiento, el hambre, la guerra… nos damos cuenta de que la respuesta definitiva no está ahí. Jesús con su palabra y su ejemplo nos lo enseña de manera clara. No hay medias tintas. La medida con la que debemos vivir es un amor sin medida. No podemos caer en la desesperación y sí mirar la realidad con los ojos de Dios. “A veces se dice “Dios castiga a los que ama”. Pero no es verdad, porque para quienes Dios ama, las pruebas no son castigos, sino gracias” (San Juan Maria Vianney). Hemos de vivir aquellos sucesos complicados de nuestra vida como una gracia, nunca como un castigo. Es verdad que la vida nos trae en ocasiones momentos complicados, de nuestra reacción podemos ver si estamos convertidos. Si reaccionamos con odio, si vivimos un dolor desesperanzado, estamos dejando que la esa sea la última palabra. Si nos percatamos que nuestro horizonte es más alto, que miramos a Dios buscando consuelo, y lo hacemos con vistas de eternidad, significa que estamos en el camino del evangelio y de la luz. “Y Él murió por todos, para que los que viven ya no vivan para sí, sino para el que murió por ellos y fue resucitado” (2 Cor. 5,15). Nos ayuda siempre Cristo: “Dijo Jesús: Yo soy la resurrección y la vida, quién cree en mí, aunque haya muerto vivirá; y todo aquél que vive y cree en mí no morirá para siempre” (Jn. 11, 25-26). Ese es el sentido real de la vida: la vida. Cuando pasamos por una situación complicada hemos de dejar que resuene con fuerza la esperanza que llega a través de Jesús. El dolor será necesario pasarlo pero lo haremos de otra forma, sin amargura.

“La medida del amor es amar sin medida” (San Agustín). Estamos obligados a amar de esa forma. El amor incluye el saber perdonar y pedir perdón, el ser agradecidos y decir gracias, el sacrificarse y dar la vida por el otro. Ese amor nos lleva a dar la vida por el otro de manera real, nunca figurada. Ponernos en el lugar del otro que es nuestro hermano y ser capaces de no juzgar y reconocer al otro como Cristo. Dios nos ha hecho para el amor. Si no amamos ¿qué sentido tiene nuestra vida? Parte o toda la agonía de nuestra sociedad occidental se basa en el abandono del amor. Si amamos nos asemejaremos a Dios. “Puesto que quien ama es todopoderoso, amemos y ninguna cosa se nos hará cuesta arriba”. (Santa Margarita María Alacoque). El amor educa nuestro corazón y nos espiritualiza, nos eleva. Al final del día nuestro examen de conciencia tendría que tener sobre todo un punto: ¿Todos los que hoy han pasado por mi vida se han sentido amados por mi? Pensemos.

¡Qué la Gospa nos ayude a vivir como verdaderos cristinos!