Comentario del mensaje del 2 de agosto de 2013

Queridos hijos, si tan sólo supieran, si tan sólo quisieran abrir vuestros corazones con plena confianza, todo lo entenderían, comprenderían con cuánto amor los llamo, con cuánto amor quiero cambiarlos para hacerles felices, con cuánto amor deseo que se vuelvan seguidores de mi Hijo y darles la paz en la plenitud de mi Hijo. Comprenderían la inmensa grandeza de mi amor materno. Por ello, hijos míos, oren, porque es sólo a través de la oración que crece vuestra fe y nace el amor, amor con el cual aún la cruz no será más insoportable porque no la llevarán solos. En unión con mi Hijo, glorifiquen al Padre Celestial. Oren, oren por el don del amor, porque el amor es la única verdad; el amor todo lo perdona, sirve a todos y ve a todos como hermanos. Hijos míos, apóstoles míos, grande es la confianza que el Padre Celestial, a través de mí, su Sierva, les ha dado para ayudar a aquellos que no lo conocen, para que se reconcilien con Él, para que lo sigan. Por eso les enseño a amar porque sólo si tienen amor podrán responderle. Nuevamente los invito: amen a sus pastores, oren para que, en este tiempo difícil, a través de la guía de ellos sea glorificado el nombre de mi Hijo. Gracias.

 “Queridos hijos, si tan sólo supieran, si tan sólo quisieran abrir vuestros corazones con plena confianza, todo lo entenderían, comprenderían con cuánto amor los llamo, con cuánto amor quiero cambiarlos para hacerles felices, con cuánto amor deseo que se vuelvan seguidores de mi Hijo y darles la paz en la plenitud de mi Hijo. Comprenderían la inmensa grandeza de mi amor materno”.

Este mensaje, que cada uno de nosotros lee y relee, deja profundas y alegres resonancias. Tratar de decir más de lo que comienza diciendo sería un infeliz atrevimiento. Sólo leámoslo una y otra vez que quizás así podamos comenzar a entender algo más de tan inconmensurable e inefable amor. Amor que la trae a nosotros, a cada uno de nosotros, amor que insiste en llamar y que no tiene en cuenta nuestras distracciones y, peor aún, infidelidades. Amor que no se rinde. Amor que desea todo bien para sus hijos, o sea cada uno de nosotros en particular. Amor que sabe que sólo se puede ser feliz junto a Cristo, siguiendo al Señor, recibiendo su paz y su perdón.

“Por ello, hijos míos, oren, porque es sólo a través de la oración que crece vuestra fe y nace el amor,…”

Por ello, para comprender algo tan inmensamente grande sólo nos puede servir la oración. La Santísima Virgen nos dice (¡y Ella sí que sabe muy bien lo que dice!) que nuestra pequeña y temblorosa fe sólo puede crecer y volverse firme con la oración. Y no sólo el don de la fe sino el mismo amor nace y crece a partir de la oración. Es lo que dice nuestra Madre en este mensaje.

La oración viene a los labios o a la mente desde el corazón de quien está o quiere estar cerca de Dios, quien se comunica con Él, directamente o por medio de la intercesión de los santos. Y no se piense sólo a la oración formal sino a cualquier comunicación sincera del corazón humano. Conozco un caso de una persona que en su juventud estaba totalmente perdida, alejadísima de la fe, sumida en la droga, en la promiscuidad sexual y de todo tipo, para decirlo brevemente, en el mismo infierno, y sólo atinó a decirle al Señor: “Jesús, ¿qué hacemos?”, que era decirle “mira mi estado, mira esta muerte que llevo dentro, ¡haz algo!”. Fue su oración, otra cosa no sabía ni podía decirle y el Señor lo oyó y desde aquel mismo momento dejó de drogarse y cambió enteramente su vida, al punto de dedicarse a hablarle a todos de la misericordia de Dios. Conozco otro caso, de otro hombre que estaba en total oscuridad y no veía salida alguna posible en su vida, le agobiaba el presente y el futuro amenazaba con llevarlo a la desesperación. Estaba en aquel momento en un bello lugar al que había ido para encontrar refugio, pero en vano. Cuando se está mal por dentro no hay belleza exterior que pueda ser apreciada ni que consuele. Dio por providencia (el mundo diría por casualidad) con una capilla donde habían dejado una estampa de una Venerable (que algún día será declarada Beata) y leyó su historia. Entonces, dirigiéndose a aquella alma le dijo: “Vos, que estás cerca de Dios, pedí por mí”. No se atrevía a dirigirse a Dios y, sin siquiera saberlo muy bien, tuvo la inspiración de pedir la intercesión de aquella alma beata. La respuesta no se dejó esperar y su vida cambió repentinamente. Nuevamente, Dios había escuchado la oración, ahora de quien intercedía por él. En ambos casos, fue simplemente recurrir a Dios con las escasísimas fuerzas desde el pozo existencial en que esas personas se encontraban. De aquellas pobres, pero potentes oraciones para la Misericordia del Señor porque venían de la misma miseria, nació la fe, nació el amor hacia Dios y hacia los demás.

El amor se nutre con el Pan de la Vida que es la Eucaristía. La Eucaristía es Jesucristo mismo, es el Amor que alimenta al amor. Por ello, los hijos de Dios se nutren de la caridad de Cristo donada en la Eucaristía. Para que, en fin, el amor robustezca es necesario que la Eucaristía sea celebrada, participada, vivida, adorada con toda reverencia y con toda atención y conocimiento. Por ejemplo, la participación activa de los laicos en la Misa, de la que habla el Concilio Vaticano II, no se reduce a leer la Palabra o a ser parte del ministerio de música o a ayudar en ocasiones a dar la comunión, sino a participar con todo el ser del sacrificio redentor que se verifica en cada celebración. Participar activamente es ofrecerse con Cristo que se da al Padre para nuestra salvación.

La fe, el amor, son dones que Dios da y acrecienta a quienes se lo piden, a quienes se acercan a Él, a quienes desean permanecer junto a Él.

Pidamos al Señor, como lo hicieron los apóstoles, ¡aumenta nuestra fe!. Lo necesitamos para no caer en la mayor indigencia; porque cuando no se tiene fe nada se tiene.

“…amor con el cual aún la cruz no será más insoportable porque no la llevarán solos. En unión con mi Hijo, glorifiquen al Padre Celestial. Oren, oren por el don del amor, porque el amor es la única verdad; el amor todo lo perdona, sirve a todos y ve a todos como hermanos”.

El amor es paciente, es benévolo; el amor no tiene envidia; el amor no es altanero, no busca el propio interés, no goza con la injusticia sino con la verdad, todo lo perdona, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta (1); el amor acepta el sufrimiento y lo acepta con amor, acepta la cruz con amor. Acepta no sólo llevar la propia cruz sino que ayuda a otros a llevarla. El amor nunca será indiferente al dolor ajeno y nunca verá al otro como extraño.

“Hijos míos, apóstoles míos, grande es la confianza que el Padre Celestial, a través de mí, su Sierva, les ha dado para ayudar a aquellos que no lo conocen, para que se reconcilien con Él, para que lo sigan. Por eso les enseño a amar porque sólo si tienen amor podrán responderle”.

La Madre Santísima nos llama apóstoles, es decir sus enviados, para ir a quienes no conocen el amor de Dios, a quienes –como dice nuestro Papa- habitan las periferias existenciales, a quienes lo ofenden ofendiendo a su amor, hiriéndolo en la carne y el alma de otros hermanos y en sí mismos. A ellos, que son hermanos nuestros alejados, nos envía la Reina de la Paz, para recuperarlos, para atraerlos, para cuando no quieran escuchar ni entender razones rezar y sacrificarnos por ellos.

Ella es la Enviada del Padre y del Hijo, que, a su vez, -como lo hizo el Hijo con los primeros apóstoles- nos envía a nosotros. Hoy es la Madre, no el Hijo, quien lo hace porque éste es el tiempo que Dios puso bajo su cuidado y protección. Éste es el tiempo de la misión de María, de la Mujer de la Escritura. Esa Mujer que ha de pisar la cabeza a la serpiente que la insidia atacando, seduciendo, acusando, destruyendo a sus hijos. Ella es esa Mujer que presenta batalla al Dragón que quiso devorar al Hijo de sus entrañas y no pudo, pero persiste hacerlo con cada hijo que nace a la gracia. Ella es aquella misma Mujer que fue hecha Madre de todos nosotros, pobres pecadores, un mediodía en el Calvario. Ella es la Mujer que es Madre y Maestra, que nos enseña a amar, a imitar y seguir a su Hijo Jesucristo. Es la Enviada de Dios en estos tiempos que a Ella ha confiado. Por eso, llamándonos al apostolado, confiando en nosotros, pequeños y frágiles hijos suyos, para esta misión de gigantes, es Dios mismo que confía en nosotros. Y nuestra seguridad es que Él, por medio de la Santísima Virgen, nos da todas las gracias necesarias para llevarla a cabo.

La definitiva respuesta que se nos pide dar es el amor. Para llegar a ese amor la primera respuesta que debemos satisfacer es la de la oración. El amor nacerá y crecerá con la oración en lo secreto de la habitación, en lo íntimo del corazón; con la oración frente al altar del sacrificio del Señor de cada Misa; con la oración frente a la Presencia Divina en la adoración de la Eucaristía. La respuesta es, sí, el amor que permite responder a la llamada de Dios por medio de María.

“Nuevamente los invito: amen a sus pastores, oren para que, en este tiempo difícil, a través de la guía de ellos sea glorificado el nombre de mi Hijo”.

La Santísima Virgen no viene a sustituir a la Iglesia jerárquica instituida por su Hijo sino a enseñarnos a ser Iglesia, a sentir con la Iglesia, por eso llama siempre a orar por los pastores. La Iglesia, debemos recordarlo, es una institución divina y es santa porque Dios es Santo. Pero, es una institución a la que pertenecen hombres que –si bien todos llamados a la santidad- no son santos, a lo más camino de serlo. Los pastores somos frágiles, sin embargo, todos deberíamos admirar y no escandalizarnos por la confianza que Cristo puso sobre estos hombres frágiles que somos (Pedro negó la cruz y al mismo Señor por tres veces) y sobre todo debemos darle gracias por el misterio por el cual la Iglesia continua avanzando en su peregrinar a pesar de todo, sostenida por la oración del Señor y la promesa que las puertas del Infierno no prevalecerán sobre ella.

Jesucristo debe ser conocido, amado, adorado, glorificado su nombre, y esa misión es de los sacerdotes todos. Desde el Papa y los obispos hasta el último sacerdote. Son los pastores que glorifican el nombre de Cristo, salvando a las almas por medio de la Palabra de Vida, ministrando los sacramentos, atrayéndolas a la Verdad de la fe verdadera, acogiéndolas en la Iglesia, perdonando, nutriendo, consolando en el nombre del Señor a quien representan y por quien obran, amándolas con el celo con el que el Señor las amó y las ama.

El amor hacia los pastores, que reclama la Madre de Dios, se manifiesta por la oración por ellos. Que estén siempre presentes: en cada Rosario, en cada Misa, en cada momento de adoración.

P. Justo Antonio Lofeudo

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