Comentario del mensaje del 2 de noviembre de 2015

“Queridos hijos, de nuevo quiero hablaros del amor. Os he reunido en torno a mí, en Nombre de mi Hijo, según Su voluntad. Quiero que vuestra fe sea firme y que provenga del amor, porque mis hijos que comprenden el amor de mi Hijo y lo siguen, viven en el amor y en la esperanza. Ellos han conocido el amor de Dios. Por eso, hijos míos, orad, orad para que podáis amar más y hacer obras de amor, porque la fe sola, sin amor y sin obras de amor, no es lo que busco de vosotros. Hijos míos, esa es una apariencia de fe, eso es vanagloriarse. Mi Hijo pide fe y obras, amor y bondad. Yo oro y os pido también a vosotros, que oréis y viváis el amor, porque quiero que mi Hijo, cuando mire los corazones de todos mis hijos, pueda ver en ellos amor y bondad, y no odio ni indiferencia. Queridos hijos, apóstoles de mi amor, no perdáis la esperanza, no pierdáis la fuerza, vosotros podéis lograrlo. Yo os aliento y os bendigo, porque todas las cosas de esta tierra –que desgraciadamente muchos hijos míos ponen en el primer lugar– desaparecerán, y permanecerán solo el amor y las obras de amor, que os abrirán las puertas del Reino de los Cielos. Yo os estaré esperando en Esas puertas. En Esas puertas quiero esperar y abrazar a todos mis hijos. ¡Os doy las gracias!”

“…la sola fe, sin amor y sin obras de amor..es una sombra de fe, es alabarse a sí mismo”. Nuestra Madre corrige a aquellos que creen que se salvan por la sola fe. Esto es lo que sostienen los protestantes y que les viene directamente de Lutero. Cuentan que Lutero, en un arranque de furia, quitó de la Biblia la carta de Santiago y la arrojó con violencia. La razón: contradecía abiertamente su enseñanza, que bastaba sólo la fe para ser salvados. La fe en Cristo, se entiende. El apóstol Santiago (el menor, no el hijo de Zebedeo y hermano de Juan) escribió: “¿De qué sirve, hermanos míos, que alguien diga: «tengo fe », si no tiene obras? ¿acaso podrá salvarle la fe? Si un hermano o una hermana están desnudos y carecen del sustento diario, y alguno de vosotros les dice: «Idos en paz, calentaos y hartaos», pero no les dais lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve? Así también la fe, si no tiene obras, está realmente muerta. Y al contrario, alguno podrá decir: «¿Tú tienes fe?; pues yo tengo obras. Pruébame tu fe sin obras y yo te probaré por las obras mi fe. ¿Tú crees que hay un solo Dios? Haces bien. También los demonios lo creen y tiemblan. ¿Quieres saber tú, insensato, que la fe sin obras es estéril? Abraham nuestro padre ¿no alcanzó la justificación por las obras cuando ofreció a su hijo Isaac sobre el altar? ¿Ves cómo la fe cooperaba con sus obras y, por las obras, la fe alcanzó su perfección? Y alcanzó pleno cumplimiento la Escritura que dice: Creyó Abraham en Dios y le fue reputado como justicia y fue llamado amigo de Dios.» Ya veis cómo el hombre es justificado por las obras y no por la fe solamente. Del mismo modo Rahab, la prostituta, ¿no quedó justificada por las obras dando hospedaje a los mensajeros y haciéndoles marchar por otro camino? Porque así como el cuerpo sin espíritu está muerto, así también la fe sin obras está muerta” (St 2:14-26)

Si la Santísima Virgen decidió aclarar esa verdad de la fe, de siempre, cabe preguntarse si no es porque la Iglesia, como temía Pablo VI, se ha estado fuertemente “protestantizando”. Uno de los síntomas de esa advertida “protestantización” es ignorar el Magisterio universal de la Iglesia con la consecuencia que la persona hace su propia interpretación de la Sagrada Escritura. El Magisterio es visto como imposición que ofende a la autonomía, como susceptible de ser cambiado de acuerdo a condiciones y culturas diferentes y es así como –por ejemplo- se oye hablar de “fe adulta”, que no es otra cosa que llamar fe a lo que es todo lo opuesto porque se enfrenta a las enseñanzas de la Iglesia. Una fe verdaderamente adulta es todo lo contrario, una fe crecida no sigue las corrientes de la moda, el espíritu del tiempo, como si Dios pudiese mudarse o cambiar de opinión. Una fe adulta y madura es la que está radicada en la amistad con Cristo y que es totalmente fiel a su Palabra. Esa amistad -que viene del amor y de la fe por el Señor alimentados ambos por la oración diaria y la adoración asidua, por la lectura y asimilación de su Palabra, por la obediencia a las enseñanzas del Magisterio de siempre de la Iglesia- es la que nos abre a todo lo que es bueno y bello; al amor y las obras del amor. Amor y fe de quien vive en el Espíritu y en momentos de confusión –como el que vivimos- tiene criterios para discernir lo verdadero de lo falso, entre la impostura y la verdad.

Nuestra Madre nos llama a vivir en la verdad de Cristo, que es la verdad del amor y que se entronca con la fe. En el Señor verdad y amor, se encuentran. En la medida que nos acercamos a Jesucristo, la verdad y el amor se funden también en nuestras vidas. El amor sin la verdad sería ciego, y la verdad sin el amor –como dice el apóstol san Pablo a los corintios- es “campana que toca, platillos que resuenan” (Cf 1 Co 13:1), o sea puro ruido, mera hojarasca. Como nos advierte la Santísima Virgen en este mensaje, lo mismo ocurre con la fe sin obras de caridad. Esa fe es una sombra, es un fantasma de fe, no fe verdadera. Nada de eso da verdadera gloria a Dios ni nos santifica. Santificarse, hacerse santos, o más bien dejar que Dios obre en nosotros por medio de la gracia y de nuestra fe manifestada en obras de amor, es el camino que nos llevará al Cielo, adonde nuestra Madre nos conduce y está a las puertas esperándonos.

Por cierto que no es fácil amar como Dios y la Santísima Virgen nos piden, y esto cuanto más nos aproximamos a la luz de la verdad -que viene de nuestra mayor cercanía al Señor- más se nos vuelve evidente. Sin embargo, Ella nos alienta, para que no desesperemos ni nos desanimemos, a la par que nos exhorta a no dejar de orar para poder amar más y más. Sólo así podremos volvernos sus apóstoles. Esos enviados suyos que aman a Dios con todas sus fuerzas, con toda su alma y aman a todos. Quienes mediante el testimonio de vida le enseñan al mundo qué es amar de verdad.

En ese sentido, las vidas de los santos –que son siempre ejemplares (de paso recordemos que la Santísima Virgen en Medjugorje recomienda leer a los santos y saber de sus vidas)- nos permite ver casos concretos de ese apostolado de amor del que nos habla. Un gran ejemplo de testimonio de amor se nos presenta en san Maximiliano María Kolbe. San Maximiliano murió en el campo de Auschwitz, poniéndose en lugar de un padre de familia a quien los alemanes iban a matar. El suyo fue un holocausto de amor, o como lo definió san Juan Pablo II, él fue un mártir del amor.

Decía este gran apóstol de María, fundador de la Milicia de la Inmaculada, que cuando nuestra voluntad choca con la de Dios lo que sobreviene es dolor y sufrimiento, cuando en cambio coinciden, cuando nuestra voluntad se identifica con la voluntad divina se vive la santidad, la paz del corazón. Para tener alguna idea de los altos valores que este santo polaco infundía a quienes trabajaban bajo su dirección, para el periódico que editó dio a sus periodistas unas reglas y entre ellas figuraban: “No condenar a los que se equivocan. No apresurarse a la afirmación de una mala voluntad”. Si sólo esas dos máximas aplicáramos en nuestra vida diaria ¡cuánto bien haríamos y nos haríamos!

También es suya esta frase: “La vida es breve. Hemos de emplear todo nuestro tiempo… Se vive una sola vez. Es necesario ser santos, no a medias, sino totalmente, para gloria de la Inmaculada y la mayor gloria de Dios”.

Esta brevedad de la vida nos la recuerda una vez más nuestra Madre al exhortarnos a poner nuestro corazón no en las cosas de este mundo, que han de desaparecer, sino en el amor que perdura y trasciende, ese amor manifestado en obras que abrirán las puertas del Reino de Dios. Todo lo que atesoramos en la tierra un día se perderá y para siempre, sólo nos llevaremos el amor que hayamos prodigado con nuestros actos concretos, el bien que hayamos hecho.

¡Ánimo pues, Ella nos bendice, nos acompaña y ora por cada uno de nosotros para que así sea!

P. Justo Antonio Lofeudo