Comentario del mensaje del 2 de Marzo de 2012

“Queridos hijos: por el inmenso amor de Dios yo vengo entre vosotros y con perseverancia os invito a los brazos de mi Hijo. Os pido con el Corazón materno, hijos míos, pero también os advierto, que en el primer lugar esté la preocupación por aquellos que no han conocido a Mi Hijo. No permitáis que ellos mirándoos a vosotros, y vuestra vida, no quieran conocerlo. Orad al Espíritu Santo para que Mi Hijo esté impreso en vosotros. Orad para que podáis ser apóstoles de la luz de Dios en este tiempo de tiniebla y de desesperación. Este es el tiempo de vuestra prueba. Con el Rosario en la mano, y el amor en el corazón, venid conmigo. Yo os conduzco a la Pascua en Mi Hijo. Orad por aquellos que Mi Hijo ha elegido: para que puedan vivir siempre según Él y en Él―el Sumo Sacerdote. ¡Os doy las gracias!”

Un mensaje diferente a otros

Las apariciones de los días dos de cada mes están dedicadas a abrirnos a la realidad de una inmensa humanidad que no cree o niega o es indiferente a Dios, para que oremos, ofrezcamos por ellos y podamos ser, sino ejemplos a imitar, al menos testimonios a considerar.

Esta humanidad sin Dios es para nosotros en gran parte anónima, pero no lo es para la Santísima Virgen que los ha heredado como hijos al pie de la cruz y los conoce, como a nosotros, a cada uno en particular. Ella no condena y quiere que no apuntemos el dedo sobre ninguno sino que cooperemos a su salvación.

En el curso de los años ha dado varios mensajes similares a éste, pero el actual tiene una carga mayor y un tono diverso. Diverso porque pone ante nosotros una imagen, nuestra propia imagen, que confrontan quienes no conocen el amor de Dios.

Sabemos que muchos se han alejado de la fe debido a experiencias negativas en el trato con la Iglesia. Por eso, mucho debemos cuidarnos de dar ningún paso en falso que ponga en compromiso la salvación de otro. Los pasos en falso no son sólo los escándalos, también lo son las ambigüedades, el egoísmo, la mezquindad, la hipocresía, la arrogancia y soberbia.

La imagen que reflejamos

Debemos ser conscientes que las personas ven lo externo, no ven nuestro mundo interior. Es lo primero que ven y a veces lo único que ven.

Preguntémonos qué cara ponemos, qué impresión les produciremos a los demás. Por ejemplo, ver si acaso en nosotros no hay gestos de impaciencia, irritación, intolerancia, falta de acogimiento o actitudes de superioridad.

¡Qué terrible impresión ver personas que van asiduamente a Misa, que practican rigurosamente, en la iglesia o fuera de ella, sus devociones y se las ve luego con rostros avinagrados y sombríos! Esos rostros algo dicen, algo reflejan de un camino que no es el del amor.

Del Santo Cura de Ars, san Juan María Vianney, catedráticos y obispos decían “no sé si este señor es erudito, pero es luminoso”. ¡Ser luminoso! Luminoso es quien refleja algo de la Luz de Cristo. La santidad es luminosa, y lo que hace luminosa la mirada es el amor con que miramos. ¡Ah, si pudiéramos con nuestra sola presencia expresar que estamos enamorados del Señor!

Tengamos siempre en cuenta que vivimos sumergidos en una cultura icónica, en un mundo de imágenes. Nuestra imagen, la que debemos dar es la de un Dios que es amor. Debemos reflejar a Cristo y por eso –como nos exhorta la Santísima Virgen en este mensaje- debemos pedir al Espíritu Santo que quede impresa su imagen en nosotros.

La pureza

El Señor dice: “Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios”. Los limpios de corazón captarán mucho más las cosas que los que llevaron una vida sucia. Los limpios de corazón llegarán a ver al Dios invisible.

La pureza arranca de la limpieza afectivo-sexual para llegar a la de corazón.

La afectivo-sexual hace limpia la relación humana hombre-mujer. En el lenguaje cristiano se la llama castidad. Es el relacionarnos limpiamente. Castos en la relación, castos en el matrimonio. Luego, está la otra, la castidad virginal, que implica tener el corazón indiviso y con todo ese corazón amar a Dios. Es la castidad del consagrado, del sacerdote y religioso o religiosa.

La pureza o limpieza de corazón, de la bienaventuranza, no se reduce a las otras sino que va más allá. Una persona puede ser muy casta pero muy orgullosa. Un obispo que había visitado a unas monjas jansenistas, dijo de ellas: “Son puras como ángeles y soberbias como demonios”. Esa pureza va siempre acompañada de la humildad.

Debemos ser verdaderos, auténticos, sin dobleces. Auténtico es el que se esfuerza en vivir como debe vivir, como Dios quiere que se viva.

El corazón es el símbolo de la vida entera. Toda la dimensión de la persona debe ser limpia. Lo primero a limpiar es la intención. Debemos purificar nuestras intenciones. Tener mucho cuidado con la malicia. Hasta en el silencio de quien calla puede haber malicia.

Un sabio obispo, muy anciano en edad pero lleno de fuego vital, en un retiro para sacerdotes, nos proponía estas preguntas: “¿Mi vida es limpia? ¿Busco la verdad? ¿La busco con amor? ¿La realizo con amor?”.

Llenarse de Dios, esa es la clave de todo. Es decir pasar un tiempo cultivando nuestra intimidad con Dios y tener esos grandes momentos de adoración. Apartarse con el Señor no es alejarse de los demás porque nunca estamos más cerca de los demás que cuando estamos en el corazón de Cristo.

Advertencia seria

La Santísima Virgen nos advierte: No ocurra que mis otros hijos, los que no conocen el amor divino, no quieran conocer a Dios al ver cómo ustedes se comportan y llevan sus vidas. No sea cosa que mirando cómo nos comportamos, cómo vivimos nuestra fe, sea para ellos motivo de escándalo, piedra de tropiezo y digan “si estos son los que dicen que Dios existe, que conocen a quien llaman el Salvador y así viven, entonces todo debe ser un gran cuento porque si fuera cierto serían muy diferentes”.

Otro aspecto de lo mismo es cómo se vive y participa de la Santa Misa. La liturgia refleja la fe en lo que se celebra. Nosotros creemos que la Sagrada Eucaristía es el signo de la Presencia real, verdadera, substancial de Jesucristo, Dios y hombre verdadero. Creemos que en la comunión recibimos la Persona de Cristo y la Persona de Cristo es Dios. Por tanto la comunión sacramental es sobre todo un encuentro con la Persona de nuestro Creador y Salvador. Tal encuentro con Dios exige siempre adoración, de donde la celebración va junto a la adoración. Esa es parte esencial de nuestra fe católica. Supongamos luego que alguien, proveniente de otra religión o del ateísmo, está en un proceso de conversión para hacerse católico y se lo lleva a una Misa donde no ve ningún gesto de adoración, donde las personas van a recibir la comunión como se recibe un caramelo, donde se manosea la Sagrada Eucaristía, donde ni siquiera inclinan la cabeza en señal de reverencia y respeto ante la presencia del Señor, donde ve continuo movimiento de personas alrededor del altar, donde pasan frente al sagrario sin hacer ninguna genuflexión, ¿qué llegará a pensar esa persona? ¿Qué podrá concluir cuando a la Eucaristía se la trata como una cosa, como un objeto y ni siquiera un objeto sacro? ¿Quién podrá convencerla que aquella asamblea cree que Dios está realmente allí presente? Por cierto que dirá que alguno miente porque o es verdad y entonces todos esas personas no tienen ni idea del sacrilegio que cometen o bien lo que ha leído, lo que le ha dicho el catequista es todo mentira.

La oscuridad del mundo y la luz de Cristo

Es hora de recapacitar, de cambiar y en total humildad y sumisión dejar que Dios haga su obra de conversión en nosotros. Debemos acercarnos más a Dios, aceptar y desear entrar en intimidad con Él para que nos transforme.

La Madre de Dios nos llama a la oración, a la invocación al Espíritu Santo para que Cristo esté en nosotros y viva en nosotros. Nos llama a ser portadores de la Luz de Dios en un mundo sumido en la oscuridad. Nos habla de este tiempo como tiempo de prueba. Desconocemos el alcance de esta prueba, sólo que es indicio de tiempos difíciles y la prueba es siempre prueba en el amor. De cada prueba debe salir fortalecida la fe y el amor en nosotros.

El Santo Padre recientemente ha recordado que Dios es luz y Jesús la lámpara que jamás se apaga ni siquiera en la noche más oscura. Él quiere dar a sus amigos más íntimos “la experiencia de esta luz que mora en Él”. El Señor quiere hoy darnos ese don, a nosotros que tenemos necesidad de esa luz interior para superar las pruebas de la vida. Exhortaba el Papa a dejarnos colmar interiormente de esta luz subiendo con Jesús sobre el monte de la oración y contemplar su rostro, pleno de amor y de verdad.

Exhortación final

Oremos con el corazón para que por la oración entre el amor. Recemos con el Santo Rosario, porque Dios le ha dado un gran poder a esta oración humilde. Seamos enviados de nuestra Madre para –reflejando la luz de Cristo- llevar la luz a la oscuridad del mundo.

Por fin no juzguemos a los sacerdotes, a nuestros obispos, porque el mismo Señor los ha elegido y Él es el único juez. A él, ellos, cada uno de nosotros deberemos darle cuenta. Sabemos que grandísima es la responsabilidad de los sacerdotes, de los obispos porque “a quien se le dio mucho se le reclamará mucho; y a quien se le confió mucho, se le pedirá más” (Lc 12:48). Debemos saber también que son los blancos de Satanás porque herido el pastor se dispersan las ovejas y un pastor herido, un sacerdote que provoca escándalo hiere a muchísimas almas. Quien se está condenando no necesita que otros lo juzguen para condenarlo, necesita sí que lo ayuden para salvarlo del abismo. La ayuda se llama oración, sacrificio, ofrecimiento.

Damos gracias al Señor por este mensaje de su Madre, le damos gracias por Ella, que en este tiempo de prueba, cuando la Iglesia está sufriendo la Pasión del Señor, la Santísima Virgen está junto a nosotros, Iglesia de Cristo, para conducirnos a la Pascua de Resurrección, a la contemplación de Cristo Resucitado vencedor de Satanás y de todas nuestras muertes.

P. Justo Antonio Lofeudo

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