Comentario del mensaje del 25 de Abril de 2001

Queridos hijos, también hoy los invito a la oración. Hijitos, la oración hace milagros. Cuando estén cansados y enfermos y no sepan cuál es el sentido de sus vidas, tomen el rosario y oren; oren hasta que la oración se vuelva para ustedes un encuentro gozoso con su Salvador. Estoy con ustedes e intercedo y oro por ustedes, hijitos. Gracias por haber respondido a mi llamado.

“Queridos hijos, también hoy los invito a la oración. Hijitos, la oración hace milagros”
Cada nueva invitación de nuestra Madre a la oración es ante todo un llamado a perseverar en la oración, a no dejarnos ganar por el desánimo o la desidia.
Todos tenemos nuestros momentos de aridez en los que la rutina se vuelve desgano y éste puede llegar a conquistar nuestra alma. Cierto es también que todos conocemos tiempos de oscuridades en los que nos parece que no hay respuesta de Dios y nos sentimos solos y hasta a veces desamparados. Precisamente, en esos momentos, nos dice nuestra Madre que no debemos abandonar la oración sino renovarla, insistir en ella, porque la oración –persistente, del corazón- obra milagros. Milagros en los que vemos resueltos nuestros problemas o en los que nosotros mismos somos transformados.

“Cuando estén cansados y enfermos y no sepan cuál es el sentido de sus vidas, tomen el rosario y oren; oren hasta que la oración se vuelva para ustedes un encuentro gozoso con vuestro Salvador”
Nos invita en toda circunstancia a aferrarnos al rosario. “No hay situación por difícil que sea que no se resuelva con la oración, con el rosario” nos ha dicho la Santísima Virgen en otro mensaje suyo. Y esto es así, porque quien resuelve nuestra situación y nos trae la paz en medio de la tormenta es Aquel para quien nada es imposible. Es entonces, por medio de la oración, que podemos ser restaurados de nuestro cansancio, sanados de nuestra enfermedad o bien recibir la fortaleza que nos sostiene en la adversidad.
Nosotros solemos creer que salvarse es quitarse los problemas de encima, es ser preservados del dolor. Jesús hace mucho más que eso, nos preserva en el dolor. Porque cuando en nuestra vida, aún en el dolor extremo, en la enfermedad, en el agotamiento de las fuerzas psíquicas y físicas, encontramos a Jesús nuestra vida está resguardada de todo mal.
Él es quien nos tiene grabados en la palma de sus manos, en lo profundo de sus heridas, y quien nos ama con amor eterno.
Y así se da que al buscar la salvación me encuentro –por medio de la oración- con el Salvador: un hombre llamado Jesús a quien reconozco como mi Salvador, mi Dios.
Él me abre el camino al Banquete eterno. Él me libra de mi angustia, Él y sólo Él puede dar sentido a mi vida. Él es quien me dice “ven a Mí cuando estés cansado y agobiado que Yo te aliviaré”.
Entonces, vivir la oración es experimentar la salvación.
Pero, la pregunta es ¿cuál oración? La oración que clama la venida de Dios a la propia vida, de su amor y su misericordia. La oración del corazón que nace de la humildad y del perdón pedido y otorgado. El rezo del Santo Rosario, en cuanto es oración del corazón, en el que desgrano Padrenuestros y Avemarías porque dirijo mi plegaria al Padre y lo hago desde los labios de mi Madre, mientras medito la historia de la salvación.
Es que de todas las oraciones la más importante es la interior, la del corazón. Ésa para la que es necesario cerrar la puerta del cuarto, la puerta de nuestro corazón que da al mundo, aún al mundo de los afectos cercanos de la casa. La oración del corazón es la oración de Jesús.
Tomar el rosario y rezarlo es poner en movimiento nuestra voluntad de ir hacia la gracia del Señor que hace –como nos pedía en el pasado mensaje nuestra Madre- que “despertemos del sueño cansado de nuestra alma”.
La oración le da el verdadero ritmo a nuestra vida. No obstante, el comienzo del ejercicio de la oración es difícil.
Debemos, entonces, superar la tendencia a dejar caer la oración tanto en cuanto a la práctica diaria como a la profundidad o la atención dedicada a la misma. Debemos resistir a la tentación de pensar que Dios no nos escucha, que está lejos. Hay oraciones, como la de algunos profetas, que no nacen de la presencia de Dios sino de su lejanía. Y son esas oraciones las que traen de nuevo a Dios.
No debemos tener sólo momentos de oración algunos días sí y otros no tanto, y no buscarla solamente en momentos especiales o cuando tenemos tiempo o ganas.
Esta constancia en la oración que solicita de nosotros la Reina de la Paz, es la misma que nos pide Jesús en los Evangelios y la que, nos asegura, ha de ser escuchada: “Pedid y se os dará, buscad y encontraréis, llamad y se os abrirá”, dice el Señor.
Oración simple y martilleante que abre el corazón de Dios. Oración de niños, abandonados en los brazos del Padre.
La Virgen no se cansa de repetirnos que debemos orar. No podemos dejar de orar. Orar sin cesar. Orar con mayor recogimiento. Con mayor profundidad. Orar hasta que la oración se vuelva encuentro y en ese encuentro esté nuestra alegría. Pero, atención que cuando nuestra Madre nos habla de un encuentro gozoso con el Señor, no se trata en modo alguno de ir detrás de las emociones y sensaciones o de provocarlas. No se trata de estados de ánimo sino de un gozo íntimo por el encuentro en sí, el gozo provocado por la fe, la certeza de ese encuentro.
La oración que finalmente nos lleve al encuentro no es tanto la de súplica como la que abre el camino a la contemplación del misterio. La que ha de volvernos “adoradores en espíritu y verdad”.
Jesús mismo nos vuelve a decir que el Padre, que busca esos adoradores, está también dispuesto a darnos el mayor regalo si se lo pedimos: el Espíritu Santo. “Si ustedes que son malos saben dar buenas cosas a sus hijos, ¡cuánto más vuestro Padre Celestial dará el Espíritu Santo a aquellos que se lo piden!”(Lc 11,13). Y el Espíritu nos da la alegría de reconocernos hijos en el Hijo y de llamar a nuestro Dios “Abba”, padrecito.
Orar verdaderamente con el corazón es vivir el encuentro gozoso con Dios, Trino y Uno, que me protege, me escucha, me salva.
El Señor se vale así de nuestra oración para llegar con sus gracias a las zonas más oscuras de nuestras vidas y darnos vida nueva.
En esta experiencia trinitaria en la que recibo el Espíritu y reconozco a Dios como Padre, Jesús es mi Salvador, mi Señor, y es quien encierra toda la vida dentro de sí. Fuera de Él no hay vida, no hay verdadera alegría.
También nuestra Madre nos llama a la oración comunitaria, a formar grupos de oración para que las personas maduren juntas en la fe y en el amor. Que no se encierren sino que se abran al Espíritu, al Amor, para poder dar sus frutos. Viene a formar cenáculos –personas que rezan juntas el Rosario- cenáculos orantes y expectantes del Espíritu que viene a destrabar las puertas de los miedos, del egoísmo, de la falsa religiosidad autocomplaciente, de la auto justificación, del orgullo y la soberbia, de la mezquindad, de la envidia, de los celos.
Si bien es cierto que por la oración recuperamos nuestra identidad, ante todo como hijos de Dios, no lo es menos que también por la oración nos reconocemos en el otro, que de próximo se vuelve hermano.
Sin oración no hay comunidad, no hay Iglesia. Sin oración tampoco hay sentido de la vida porque no puedo conocer la Voluntad de Dios en mi historia y en el mundo.
Finalmente, recordemos que habrá oración en la medida de nuestra disposición al encuentro con Dios porque sino podrá ocurrir lo que la Santísima Virgen le dijo a Jelena: “Hay muchos que terminan sus oraciones sin haber entrado nunca en ellas”.

“Estoy con ustedes e intercedo y oro por ustedes, hijitos”
Esto así expresado en palabras es lo que nos muestra nuestra Madre Santísima con sus visitas diarias a Medjugorje, en las que ora junto a nosotros, con nosotros, y por nosotros.