Comentario del mensaje del 25 de Abril de 2012

“Queridos hijos, también hoy os invito a la oración y a que vuestro corazón, hijos míos, se abra a Dios como una flor hacia el calor del sol. Yo estoy con vosotros e intercedo por todos vosotros. ¡Gracias por haber respondido a mi llamada!”

“En verdad, en verdad os digo: el que no nazca de nuevo no puede ver el Reino de Dios” (Jn. 3, 3). Nacer de nuevo, muchas veces lo referimos al bautismo (cf. Jn. 3, 5). Ciertamente que en el bautismo recibimos el don del Espíritu, el nuevo y definitivo nacimiento, somos recreados, limpiados y salvos; formamos parte de la Iglesia y nos convertimos en hermanos de Jesús. Por el bautismo toda nuestra realidad es cambiada, santificada. Llegar a vivir el bautismo de manera consciente es la tarea de nuestra vida. Vivir el bautismo y el don del Espíritu Santo. Vivir de verdad, cambiar la mirada para reconocer la gran novedad que representa para nuestras vidas el Reino de Dios. Una transformación interior que nos lleva a reconocer realmente a Cristo como luz, como la única luz. Hay que vencer todos los miedos y, al tiempo, alejarnos de todas nuestras seguridades: nuestros temores no son nada si el Señor vive en nosotros; nuestras seguridades deben encontrar sólo en Jesús su fundamento, de lo contrario se convierten en pesos que no nos dejan avanzar en el conocimiento de Dios. El miedo y la búsqueda de falsas seguridades nos paralizan. Si Cristo vive en nosotros ¿porqué tenemos miedo? Si el conduce nuestra historia ¿porqué tener otras seguridades? Nuestros planes no son nunca mejores que los de Dios. Lo que a menudo no entendemos cobra una luz diferente cuando lo hacemos con la mirada del Señor. No podemos anteponer nuestros criterios a los de Dios. Por culpa de la desconfianza, de la falta de fe, del miedo al cambio, del pecado, de la presión social… no nos damos cuenta los cristianos de que hemos nacido de nuevo. ¡Qué fácil retornar al hombre viejo! “Os rociare con agua pura y os purificaré de todas vuestras impurezas e idolatrías. Os daré un corazón nuevo y os infundiré un espíritu nuevo; os arrancaré el corazón de piedra y os daré un corazón de carne” (Ez 36, 25-26). La Pascua es eso, la esperanza de que la resurrección de Cristo llenará toda nuestra existencia y nos llevará junto a Él.

Nuestra vida debe ser la de Jesús. Dejarse llenar por su amor, vida y gracia. Ese es el objetivo de nuestra vida. “Dios golpea sin cesar las puertas de nuestro corazón. Siempre está deseoso de entrar. Si no penetra, la culpa es nuestra” (San Ambrosio). Lo que desea es morar en nosotros para que lo manifestemos a través de nuestras obras. Pero no nos engañemos, lo que quiere es que le amemos y que amándolo lo transmitamos al prójimo. Por eso los cristianos no creemos en una moral. Creemos en una persona: Cristo. Y la creencia en esa persona es lo que lo transforma todo. Vivimos diferente porque nos unimos a Jesús. Él se hace presente continuamente en nuestra vida. Pero necesitamos de la Eucaristía y de la oración para que esa unión se haga efectiva y real. Mientras no hacemos esas dos cosas vivimos pero lo hacemos como el mundo. Para vivir de nuevo, es imprescindible llenarnos del Señor. A través de la Biblia podemos encontrar un medio eficaz para que esa unión se refuerce y se acreciente: “Cuando oramos, hablamos a Dios; pero cuando leemos las Sagradas Escrituras, Dios nos habla” (san Agustín, sermón 112).

“Jesús le dijo: «te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso»” (Lc. 23, 43). Tenemos la seguridad de que uno de los pecadores crucificados con Jesús está en el Cielo. Lo mismo que le salvo a él puede salvarnos hoy a nosotros. Le salvó su humildad, su capacidad de pedir perdón, su reconocimiento de la verdad. Humildad necesaria para que el Señor pueda tener un espacio en nuestros corazones, humildad que nos lleva a contemplar la grandeza de Dios, sin humildad no puede haber oración. La humildad es fuente de todas las virtudes. La humildad es la llave de comprensión de lo que Dios quiere de nosotros. “La humildad es verdad, y la verdad es humildad” (San Pío de Pieltrecina). Por eso, para ir al Cielo, una de las cosas más importantes es la Verdad. Conocer la verdad sobre las cosas y sobre nosotros mismos, ser auténticos, nobles. Sin la verdad no podemos cambiar nuestras vidas, diluir la mentira que nos mueve y atenaza. La Verdad es Cristo. ¡Esa es la Buena Noticia! La verdad debemos vivirla y buscarla con todas nuestras fuerzas. ¿Cuántos problemas en las familias cuando no se vive en la verdad? Y por fin, imbuidos de todo eso, pedir perdón y perdonar. Una palabra que se usa poco en nuestra sociedad pero que es principio de amor y de cambio cuando se usa con sinceridad. “Nada nos asemeja tanto a Dios como estar siempre dispuestos a perdonar” (San Juan Crisóstomo).

“Mas Pedro y Juan les respondieron: «Juzgad si es justo delante de Dios obedeceros a vosotros más que a Dios. No podemos nosotros dejar de hablar de lo que hemos visto y oído»” (Hch. 4, 19-20). Aprendamos de los apóstoles. Obedecer a Dios por encima de cualquier exigencia humana. Pero sobre todo comunicar lo que hemos ‘visto y oído’. Tras encontrarnos con el Salvador se hace del todo imposible no comunicarlo, no predicarlo, no transmitirlo. Pero para eso hemos de verlo y oírlo. Podemos preguntarnos cual es nuestra experiencia con el Resucitado. “El que cree de verdad, predica sin predicar” (Madre Teresa de Calcuta). Es una exigencia de nuestra fe el comunicarla. ¿Cómo nos implicamos en la vida de la Iglesia para hacer ese anuncio? En estos tiempos recios y llenos de dificultad es cuando más tenemos que hacer las obras de Dios, comunicar su amor.

¡Qué María, flor escogida, nos ayude e interceda para que podamos vivir del y en su Hijo resucitado!

P. Ferran J. Carbonell