Comentario del mensaje del 25 de Diciembre de 2010

“¡Queridos hijos! Hoy, mi Hijo Jesús y yo deseamos daros abundancia de gozo y de paz para que cada uno de vosotros sea un alegre portador y testigo de la paz y de la alegría en los lugares en que vivís. Hijitos, sed bendición y sed paz. ¡Gracias por haber respondido a mi llamada!”

Nuestro testimonio cristiano, a menudo, está falto de Espíritu. De valentía. Vivimos en unos tiempos que parece que nos da miedo proponer nuestra fe al mundo. Tenemos miedo, y nuestro miedo nos paraliza. Seguramente no hemos descubierto verdaderamente a Dios. Nos llamamos cristianos pero no lo somos. El que vive la vida de Dios no puede tener ningún temor. “Os he dicho estas cosas para que en mí tengáis paz. En el mundo tendréis tribulaciones, pero confiad: Yo he vencido al mundo” (Jn. 16, 33). Estamos avisados, vamos a tener tribulaciones, persecución; van a hablar contra nosotros en falso. Hemos de confiar que la victoria ya es de Cristo. “El ha Señor da a conocer su victoria, revela a las naciones su justicia: se acordó de su misericordia y su fidelidad en favor de la casa de Israel” (Ps. 98, 2-3). Esa falta de confianza nos hunde en la mediocridad. Así nos convertimos en pésimos testimonios del amor de Dios. Pero en medio de la mediocridad nos vuelve a golpear el testimonio de tantos mártires que dan su vida por el Reino. En Irak, Paquistán, Sudán, Egipto… tantos cristianos anónimos para nosotros pero que con su testimonio nos hacen reflexionar. Ellos sí han descubierto el amor de Dios. Ellos sí han llevado hasta las últimas consecuencias su fe en Cristo.

Esa sangre derramada nos interpela y nos deja en evidencia. ¿Le retornaríamos nuestra vida a Dios con la misma valentía? Los mártires lo dan todo por el Evangelio. Pero y nosotros, ¿qué hacemos? La Gospa nos propone vivir la alegría y manifestarla por doquier. Es sencillo: vivir la alegría y la paz y ser testimonio de ellas. Pero para ser testigos de la alegría y de la paz es necesario, imprescindible que éstas reinen en nuestros corazones. ¿Qué provoca nuestra infelicidad? ¿Qué perturba la paz de nuestro interior? Seguramente la causa fundamental, esa que el demonio, sin duda, intenta escondernos, es que los causantes de eso somos nosotros mismos. Somos infelices porqué ponemos nuestros corazones en cosas que no pueden saciar nuestros deseos. El dinero, el poder, el placer, el afán por las cosas materiales, el éxito… no pueden llenar nuestros corazones. Perdemos la paz por nuestros propios pecados, porqué no somos capaces de percatarnos que sólo Dios basta. Qué su providencia es más fuerte que nuestra tendencia al pecado. Perdemos la paz por no poder actuar siempre conforme a nuestra conciencia. Volvemos a sembrar en nuestro interior la desconfianza en Dios. “Confía en el Señor con todo tu corazón, y no te apoyes en tu mismo entendimiento: tenle presente en todos tus caminos, y él dirigirá tus senderos.” (Pr. 3:5-6). Pidámosle al Señor que nos libre de toda incredulidad. El que confía en él mismo es un orgulloso y acaba mal su camino. No podemos escudarnos siempre en el pecado de los demás, en el pecado social. Aunque nuestra sociedad fomente el alejamiento de Dios, nosotros debemos anunciar la Verdad que nos libera. Si nuestro mundo nos dice que Dios no existe, nosotros no podemos renunciar a anunciar que Dios ES y que Él se hace presente en nuestras vidas continuamente. Si el mundo edifica la ‘cultura de la muerte’, nosotros estamos dispuestos a dar nuestra vida por Cristo. Dios ama al hombre. “Mas la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros” (Rm. 5, 8). Debemos vivir con radicalidad el mensaje de la Navidad. Un mensaje de alegría, de paz, pero también de confianza y de donación.

Estamos llamados a dejar que el Amor de Dios lo inunde todo. Él ama al pecador. Aunque nos alejemos de Dios, Dios es siempre cercano al hombre. Eso es lo que nos recuerda la Navidad, la cercanía de Dios. Dejemos que el amor nazca en nuestros corazones y podremos cambiar el mundo. Mejor dicho, Cristo lo transformará a través de nosotros. “El Niño divino se convirtió en maestro y nos ha dicho qué es lo que tenemos que hacer. Para que la vida del hombre se empape de la vida divina, no basta con arrodillarse una vez al año frente al pesebre y dejarse cautivar por el mágico encanto de la Noche Santa. Para ello es necesario que toda nuestra vida esté en contacto con Dios, escuchando las palabras que él ha hablado y que nos han sido transmitidas y siguiéndole. Sobre todo rezar tal como el mismo Señor nos enseñó y con insistencia nos inculcó: ‘Pedid y recibiréis’ Esta es la promesa de que seremos escuchados”. (Edith Stein, Obras Selectas. El Misterio de la Navidad, p. 387).

¡Qué la Madre de nuestro Salvador medie por nosotros ante Dios! Santas Navidades a todos.

P. Ferran J. Carbonell