Comentario del mensaje del 25 de Enero de 2011

“Queridos hijos, también hoy estoy con vosotros y os miro y os bendigo, y no pierdo la esperanza de que este mundo cambie para bien y la paz reine en los corazones de los hombres. La alegría reinará en el mundo porque os habéis abierto a mi llamada y al amor de Dios. El Espíritu Santo está cambiando a una multitud que ha dicho sí. Por eso deseo deciros: ¡Gracias por haber respondido a mi llamada!”

Las cosas no cambian, a menudo, porque nos da miedo el Amor. Nos da miedo el amor de Dios. Nos da miedo mostrar cuán grande es Su amor. Nos da miedo que Él transforme nuestra vida. Nos da miedo lo que significa ese Amor. A veces es miedo a que nuestro pobre corazón se rompa por tanto amar; otras veces “Dios no encuentra sitio en nosotros para derramar Su amor, porque estamos llenos de nosotros mismos” (san Agustín). Nos falta la confianza necesaria para entender que Él nos ama siempre y vive a nuestro lado. Nos fabricamos dioses idolátricos, creemos pero manipulamos a nuestro Creador. Convertirse significa dejarse iluminar por el Amor divino. El cambio que el Señor espera de nosotros es que le rindamos nuestros corazones. Qué nos vaciemos de nosotros mismos para que Él pueda estar en nosotros. Como el “Padre Misericordioso” de la parábola de Lucas (cf. Lc. 15, 1ss.) espera siempre al hijo, así nos espera a nosotros. No pone ninguna condición, sólo espera. Su corazón, herido por mi y tú pecado, espera. La consecuencia de ese encuentro, eso es lo que tememos. Qué el bien y la paz reinen en nuestro interior significa romper con nuestro egoísmo, con nuestro afán de protagonismo, con nuestro orgullo, con nuestro querer acumular cosas materiales que no sirven para el Reino, con nuestra falta de amor. “Recuerda que cuando abandones esta tierra, no podrás llevar contigo nada de lo que has recibido, solamente lo que has dado: un corazón enriquecido por el servicio honesto, el amor, el sacrificio y el valor”, nos dice san Francisco de Asís. Esa es la consecuencia de volvernos al Padre y dejarnos amar por Él y de decirle que le amamos: vaciarnos para llenarnos de Dios. Sí, Él nos toma primero, espera. Esa esperanza Divina no cesa jamás. ¡Es tan grande percatarnos de esa gran verdad! ¿Qué podemos ofrecerle como respuesta? Él espera. Esa divina Esperanza es compartida por la Virgen y por los santos.

Jesús quiere reinar en nuestros corazones y por estos en la sociedad entera. Ese es otro gran misterio del Amor de Dios, se hace presente continuamente en nuestras vidas, en nuestro mundo. Se encarna, se hace Eucaristía, usa toda la creación, se sirve del hombre. ¡Qué grande cuando dejamos que ame a través nuestro! Dios nos ama porque es Amor, Él no necesita de nosotros, pero es por definición Amor. Debemos unirnos a esa multitud de la Iglesia que ha entendido el fiat de María, que ha dicho sí incondicionalmente al Señor. El Espíritu Santo nos impulsa a anunciar el Evangelio. Pero para que ese anuncio sea eficaz debemos abrirnos a su llamada. El amor de Dios es grande (cf. Ef. 2, 4), el amor de Dios es constante (cf. 2 Tim, 2, 13), el amor de Dios es eterno (cf. Jer. 31, 3), el amor de Dios reina (cf. Jn 10, 28), su Amor es todo para nosotros.

La consecuencia de vivir el Amor es la alegría. Una alegría desbordante. No es que el que ha conocido a Dios deje de tener problemas, enfermedades, separaciones… no, lo que pasa es que mira todo eso con otros ojos, con una mirada nueva. El que ha descubierto como es el Amor lo cristifica todo. Los acontecimientos de la vida le sirven para conocer más a Dios, para experimentarlo y para agradecerle todo. Qué podamos decir con los santos: De ahora en adelante sólo a ti te amo…, sólo a ti quiero estar unido…, es a ti a quien busco…, a quien quiero servir… Porque sólo tú eres mi Señor y yo quiero pertenecer solamente a ti… (San Agustín de Hipona) y que le abramos verdaderamente nuestro corazón.

P. Ferran J. Carbonell