Comentario del mensaje del 25 de Febrero de 2001

Queridos hijos, éste es un tiempo de gracia. Por eso, oren, oren, oren hasta que comprendan el amor de Dios por cada uno de ustedes. Gracias por haber respondido a mi llamado.

Queridos hijos, este es un tiempo de gracia
Una vez más la Santísima Madre nos recuerda que estamos en un tiempo de gracia. Y nos preguntamos qué alcances tiene esa frase, qué significa un tiempo de gracia, qué más nos está diciendo al recordarnos esto.
Lo primero que se nos hace evidente es que nos ha sido concedido un tiempo, cuya duración desconocemos, estando sólo seguros de que nuestro presente así como nuestro pasado más o menos inmediato, ha sido signado por la gracia de Dios. No se trata de la gracia que todos recibimos por ser cristianos, por haber sido bautizados y recibido el Espíritu Santo, sino de la gracia actual con la que el Señor prepara nuestro corazón para poder responder a su llamado de conversión.
Lo segundo que queda muy claro es que, a juzgar por el estado del mundo, este es un tiempo que nos regala la misericordia de Dios.
Por otra parte, al recordarnos este tiempo nos está también diciendo que como todo tiempo tiene un límite, un fin. Todos nosotros tenemos experiencia del fluir del tiempo, que nada es permanente en nuestro mundo. En nuestra propia vida experimentamos distintas vivencias con momentos de alegría que se mezclan a momentos de tristeza y que muchas veces no dependen tan sólo de nosotros sino que nos sobrevienen. Toda nuestra vida está tejida por la voluntad divina.
Siempre ha sido para el hombre un misterio el tiempo y el acontecer humano en los vaivenes de la historia personal y de las naciones.
En la Biblia leemos en el Qoelet (Eclesiastés) que hay un tiempo para cada cosa: un tiempo para arrojar piedras y otro para recogerlas, un tiempo para nacer y un tiempo para morir. Pero, por sobre todo, está Dios que nos da el tiempo, que nos ha donado la vida, que nos mantiene en la existencia y que –lo sabemos- desea regalarnos la eternidad.
Es Dios el Señor del tiempo y de la eternidad, y en esta época en que sobreabunda el pecado Él ha dispuesto, por puro Amor suyo, ofrecernos un tiempo de misericordia, de llamado –llamado a la conversión por medio de María- para que regresemos a Él y no nos perdamos para siempre. Más aún, para que gocemos desde ahora la felicidad de la vida en Dios.
Ahora cabría preguntarse ¿cómo se está manifestando este tiempo de gracia del cual nos habla la Santísima Virgen?
La respuesta inmediata -que a no dudar viene del Espíritu- es esta: por la presencia de María, y además por lo que su presencia conlleva: las gracias extraordinarias de conversión. Pero, también se manifiesta por el año santo del Gran Jubileo que acabamos de pasar bajo la guía del Santo Padre, él mismo signo de la gracia, y los frutos que ya está mostrando.
Es conocido por todos que el Papa ha puesto su pontificado bajo la protección de María, y que no ha dejado de invocarla en cada ocasión importante para la Iglesia. Durante los tres años de preparación para el Gran Jubileo, María siempre estuvo presente y uno de los últimos actos del año santo fue, en unión con los obispos del mundo, la entrega del milenio. Este tiempo particular de gracia es ante todo mariano, es de la Madre que viene a gestar a sus hijos nuevos haciéndolos testigos de Jesús y fieles cumplidores de la Ley de Dios, y que da batalla por ellos y por todos sus otros hijos contra el Dragón, la serpiente antigua, Satanás.
Por otra parte, este es tiempo en que los hijos alzan la mirada esperanzada hacia la Madre, en que escuchan sus mensajes y los viven. Por eso este es tiempo de gracia.
Es a través de María que hoy se renueva la esperanza y nos llega la paz de Cristo. Es Ella, Madre de la Iglesia, que nos hace conocer el amor que el Padre tiene sobre la humanidad y sobre cada uno de nosotros en particular. Para descubrir este amor, nos enseña, debemos orar.
¿Por qué nos recuerda que estamos viviendo este tiempo? No será tan solo para indicarnos que este es tiempo de grandes conversiones, que en esto se mide la gracia, y de grandes santificaciones sino para algo más. Es para decirnos que este es tiempo para no perder, sino para aprovechar avanzando en el camino de conversión personal, en la misión que a cada uno el Señor nos asigne, misión que sólo conoceremos mediante la oración intensa y profunda.
Se avanza en el camino del abandono a la acción de Dios en nosotros, en la docilidad a las mociones del Espíritu, en la purificación del corazón, la que nos santifica y devuelve la alegría. No debemos temerle a la purificación porque viene del amor de Dios.
Al recordarnos que este es tiempo de gracia nos está alertando que ha de pasar y en esto deberíamos ver una urgencia. Sabemos que la misericordia de Dios es eterna pero el tiempo por su naturaleza es finito, tiene un límite, pasa para no volver. Dejará entonces de estar a nuestro alcance esa gracia actual que nos permita responder al Señor con apertura de corazón, que nos haga cambiar el rumbo para seguir sus caminos.
En este tiempo no debemos, entonces, estar distraídos ni ausentes porque es necesario estar atentos al llamado, a la escucha, y disponibles para el apostolado.
Este es tiempo de recibir y de dar de lo recibido. Es tiempo de renuncia de todo lo que nos ata a la tierra, todo lo que nos perturba el ánimo, de la loca carrera del mundo, para alcanzar la mano de la Madre que nos conduce por seguros caminos.
Es tiempo de crecer para ser pequeños, de despojarnos de las cosas para hacernos ricos.
Aprovechar este tiempo es vivir cada instante como hijos de Dios. Es darle la espalda al Príncipe de este mundo con todas sus mentiras y a sus engaños en las cosas que nos atrapan.
Este, por sobre todo, es tiempo de amar con el amor de Jesús. Amar la vida, amar a los más pobres y abandonados, a los enfermos, a los ancianos, llevándoles a todos alegría y amor.
Este es tiempo de perdón y reconciliación. De perdón ofrecido y pedido.
Este es tiempo para descubrir el proyecto de Dios en mi vida. Tiempo de aceptación del sufrimiento porque en él se descubre el valor de la cruz, el dolor que redime. Tiempo de testimoniar con la palabra nuestra fe y con nuestra vida hablar del Señor, de su misericordia, a los otros.
Ya estamos ingresando en la Cuaresma, en el otro tiempo, el litúrgico en el cual la Iglesia nos llama a la conversión por medio de la profundización de la oración, del ayuno, de las obras de caridad y todo esto no escapa al alcance del presente mensaje de la Reina de la Paz.
En esos cuarenta días que nos preparan para al Pascua somos especialmente invitados a la meditación de la Pasión del Señor, contemplando al crucificado, adorando la cruz, recorriendo en cada Vía Crucis el camino del dolor. La Iglesia y la Madre de Dios nos exhortan a prepararnos para la Pascua con un corazón renovado en la reconciliación y en el amor.
Ciertamente, habría otra pregunta con respecto al tiempo que no hemos formulado: qué pasará después que se agote este tiempo. Ante todo habría que decir que el tiempo que nos es concedido y lo que vendrá está vinculado a nuestra propia respuesta. Luego, que siempre en nuestro horizonte está la esperanza.
Ya en el mensaje del mes anterior aludía nuestra Madre del Cielo al futuro, nos decía que quien ora no teme al futuro y que con oración y ayuno podemos detener el conflicto interno, la propia guerra del miedo al futuro. Porque con oración y ayuno el futuro se despeja de sombras y se vuelve luminoso, porque plantados en este tiempo, aprovechando cada instante de gracia que se derrama sobre nosotros, nos sentimos protegidos y anticipamos la victoria que vendrá: el triunfo del Corazón Inmaculado de María, yendo al encuentro de Jesús que viene.

Por eso, oren, oren, oren hasta que comprendan el amor de Dios por cada uno de ustedes
Este mensaje, como todos sus mensajes, debe ser leído a la luz de la totalidad de los que hace casi 20 años nos dirige.
Por medio de sus enseñanzas nos viene introduciendo en la oración profunda del corazón, la que libera –por así decirlo- el poder de Dios porque está elevada desde la fe, desde el despojamiento de lo efímero para revestirnos de eternidad. Es la oración que responde al amor de Dios con el anhelo de amarlo más aún, de conocer sus proyectos sobre nosotros.
A través de la oración, personal y comunitaria, recibimos la luz y la fuerza para comprender el misterio de amor, de nuestra propia salvación, de la misión que Dios tiene preparada para cada uno de nosotros, de ser sus enviados santificándonos también en la acción, ya que a través de la oración y por ella el Señor obra en nosotros y el Espíritu nos cambia el corazón e ilumina nuestra conciencia. Orando todo se vuelve más luminoso, más claro y se comienza a comprender el plan de Dios en la propia vida, el momento que nos toca vivir.
Con la oración le damos espacio a Dios, dejamos que Él haga en nuestras vidas y cambiamos nuestros deseos y anhelos por su voluntad. Nuestros planes cuando no son inspirados por Dios, cuando no nacen como fruto de la oración entonces son frágiles, nuestros mejores anhelos se vuelven quimera, se esfuman y todo se vuelve un correr tras el viento.
Orando en profundidad -porque pidiéndonos “oren, oren, oren” nuestra Madre nos dice que aumentemos no sólo el tiempo dedicado a la oración sino también la profundidad de la misma- no tendremos cuestionamientos sobre acontecimientos para nosotros incomprensibles. No iremos diciendo “¿por qué el Señor permite esto o aquello?”. No habremos de escandalizarnos de la cruz, sino que sabremos ver el inmenso, inconmensurable amor de Dios en todas las cosas y en nuestras propias vidas. Orando en profundidad dejaremos de pedir tan sólo cosas para nosotros sino que habremos más de interceder por el mundo y aprenderemos a abandonarnos al amor de Dios, para que Él haga en nosotros su perfecta y santa voluntad. Y cuando pidamos habremos de pedir amar, espíritu de abandono y de oración y sabiduría para comprender las cosas de Dios.
La oración del corazón a la que nos lleva la Santísima Madre es la que nos transfigura y vuelve testigos de la gracia.
Según contaba el P. Slavko, en los primeros tiempos la Gospa les había dado el siguiente mensaje a los sacerdotes de la parroquia de Medjugorje: “Si ustedes llevan a la parroquia a la oración del corazón habrá esplendor en los parroquianos y esto bastará para iluminar a las personas que vengan a Medjugorje”.
Al que ora se le nota y su presencia vale más que todas sus palabras.
Entrar en la oración profunda, en la del corazón, no es tarea tan ardua, es poner la voluntad en el encuentro con Dios, es encontrar los propios pecados y arrojarlos fuera, es ser sinceros y orar con corazón humilde a nuestro Padre, Creador y Salvador, con la confianza de hijos que son escuchados. Por medio de la oración que nos pide la Santísima Virgen experimentaremos a Dios que nos ama, que nos salva, que nos envía a esta Madre amorosa porque nuestra vida es preciosa para Él, de tal valor que se necesitó la Sangre Preciosísima de Cristo para rescatarnos a cada uno de nosotros.