Comentario del mensaje del 25 de Febrero de 2011

“Queridos hijos: La naturaleza se despierta y en los árboles se ven los primeros capullos que darán una hermosísima flor y fruto. Deseo que también vosotros, hijitos, trabajéis en vuestra conversión y que seáis quienes testimoniéis con vuestra propia vida, de manera que vuestro ejemplo sea para los demás un signo y un estímulo a la conversión. Yo estoy con vosotros e intercedo ante mi Hijo Jesús por vuestra conversión. ¡Gracias por haber respondido a mi llamada!”

“El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva” (Mc. 1, 15). Con ese anuncio kerigmático inicia Jesús su predicación. Reino, conversión y fe. La cercanía de Dios anunciada por Cristo es repetida con insistencia por Nuestra Señora. El Reino está cerca, esa proximidad de Dios nos impulsa a la conversión a abandonar nuestra vida llena de oscuridad y buscar Su luz. Para que la conversión sea real nuestro corazón ha de rendirse a su inmenso Amor. El amor de Dios se hace presente a través de nuestras vidas. El trabajo por nuestra conversión personal fructifica en la transformación del mundo. Así el Reino de Dios es un Reino interior que desde dentro se propaga por todas partes. “Brille vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” (Mt. 5, 16). Pero lo primero es siempre nuestro encuentro con Dios. Él se deja asir por nosotros, está en nosotros. Necesitamos esa conversión para estar con Él, el problema es que nuestro mundo vive como si nuestro Creador no existiera. El hombre no piensa, no reza, no conoce a Dios. ¿Cómo poder amar lo que se desconoce? ¿Cómo entrar en intimidad con Aquel a quién nunca hemos experimentado? Nuestra conversión la inicia Dios mismo que se nos da a conocer de múltiples maneras. Podríamos decir que habita en cada uno de nosotros de manera diferente, pero habita. Y quiere a través de nuestras vidas, darse a conocer a toda la humanidad. Somos trasmisores de su amor y su misericordia. Cada uno de nosotros debe pensar que si nuestro prójimo no conoce al Señor resucitado, es por nuestra falta de coraje en ser sus testigos. Si el mundo no dobla la rodilla ante su Salvador es porque con nuestras vidas no anunciamos la alegría, el entusiasmo y la fuerza de nuestra fe. Aquello que Dios hace sentir en nuestros corazones es para darse generosamente a los demás. Tengamos verdadera amistad con Dios y démoslo a conocer a nuestros hermanos.

“Fue Ananías, entró en la casa, le impuso las manos y le dijo: Saúl, hermano, me ha envía a ti el Señor Jesús, el que se te apareció en el camino por donde venías, para que recobres la vista y te llenes del Espíritu Santo” (Hch. 9, 17). Pablo es el ejemplo más elocuente de conversión. Él que andaba como ciego por la vida, vio la luz. Él que mató y persiguió a los que seguían a Jesús, dejó que Dios le cambiará el corazón. De asesino a divulgador de la Buena Noticia del amor de Dios. Esos son los pasos de su conversión, de nuestra conversión: el primer paso lo da Dios que en su misericordia espera que lo miremos; nuestra respuesta es la fe, creer que Él es todo, que murió y resucitó sólo por mi; y tercero la obediencia que provoca el estar lleno del Espíritu Santo, obediencia al Amor y al anuncio que se desprende de ese encuentro. Tan fácil pero tan difícil para nuestro duro corazón. Tan fácil pero tan difícil para el que vive atado por las cosas del mundo. Tan fácil pero tan difícil cambiar de vida cuando uno se conforma con la mediocridad. Oremos de manera fervorosa por nuestra conversión. ¡Qué podamos experimentar la mirada amorosa de Dios, qué sepamos responder con Fe y que ello no impulse a hacer siempre su Voluntad! Dios no se cansa de esperarnos, de amarnos, de darse: “¡Oh infinita misericordia de Dios. Cuando el mundo entero estaba bajo el yugo del pecado, vino el Creador del universo, y alejó las causas del pecado, y las hizo desaparecer, a fin de que ninguno en el porvenir pudiese desesperar de su salvación. Si sois impíos, pensad en el publicano; si sois impuros, ved el perdón concedido a la mujer adúltera; si sois homicidas, considerad al ladrón clavado en la cruz; si estáis cubiertos de crímenes, pensad en Pablo el perseguidor, primeramente enemigo de Jesucristo, y luego predicador del evangelio; primeramente cubierto de pecados, y luego dispensador de las gracias de Dios; primeramente cizaña, luego espiga de trigo… ¿Qué es el pecado en presencia de la misericordia divina? Una telaraña que nunca resiste al viento” (san Juan Crisóstomo Homilía II, in Ps. 50 etin. Serm. 5).

“Mas, cuando Aquel que me separó desde el seno de mi madre y me llamó por su gracia, tuvo a bien revelar en mí a su Hijo, para que le anunciase entre los gentiles, al punto, sin pedir consejo a hombre alguno” (Gal. 1, 15-16). Dios nos llama desde nuestro nacimiento a una misión. Pero Dios respeta profundamente nuestra libertad. Aquello que dejamos de hacer, queda por hacer. Aquello para lo que Dios nos llama que no hagamos, aquel talento innato no desarrollado, Dios nos lo reclamará. No es que Dios nos quiera castigar, no. El hombre, haciendo un mal uso de su libertad, decide, a menudo, rechazar la voluntad amorosa del Padre y, así, nosotros decidimos nuestra enemistad con Dios. Convertirse, en este sentido, es deshacer ese engaño del Maligno. Busquemos cual es su voluntad en nuestras vidas. ¿A qué nos llama? Todos tenemos una misión, ¿cuál es la mía?

Convertirse, finalmente, es para algo, para una misión. Por eso todos somos misioneros, la Iglesia es misionera. La primera misión, seguramente, es anunciar el inmenso amor de Dios por la humanidad. Dejarse llenar de Dios para que se derrame en la humanidad y la salve. “Dios mío, te ofrezco mi corazón; tómalo si quieres, para que ninguna criatura pueda adueñarse de él, sino sólo tú, mi buen Jesús” (Santa Teresa de Lisieux). La Iglesia nos enseña continuamente que el sentido de todo es nuestra salvación a través del conocimiento de Cristo. “Dios quiere que todos los hombres se salven y vengan al conocimiento de la verdad” (1 Tim., 2, 4-5). ¡Llenémonos de Dios y no tengamos miedo en anunciarlo! Dejemos que Él nos llene y todo se hará gracias a Él.

¡Qué María, la Gospa, nos ayude a conseguir nuestra conversión personal! ¡Qué sintamos la mirada amorosa del Padre en nuestras vidas! ¡Qué respondamos con generosidad a ese Amor! ¡Qué busquemos siempre Su Voluntad! Así sea.

P. Ferran J. Carbonell