Comentario del mensaje del 25 de Junio de 2011

“¡Queridos hijos! Agradeced conmigo al Altísimo por mi presencia entre vosotros. Mi corazón se regocija mirando el amor y la alegría en la vivencia de mis mensajes. Muchos de vosotros habéis respondido, pero espero y busco a todos los corazones adormecidos que se despierten del sueño de la incredulidad. Acercaos aún más hijitos, a mi Corazón Inmaculado para que pueda conduciros a todos hacia la eternidad. ¡Gracias por haber respondido a mi llamada!”

“Tened ceñida la cintura y las lámparas encendidas, y sed como hombres que esperan a que su señor vuelva de la boda, para que, en cuanto llegue y llame, al instante le abran. Dichosos los siervos a quienes el Señor, al venir, encuentre despiertos: yo os aseguro que se ceñirá, los hará poner a la mesa y, yendo de uno a otro, les servirá” (Lc. 12, 35-37). Despertar y estar preparados para encontrar al Señor. El Señor debe encontrarse con nosotros, sale a nuestro encuentro, y nosotros debemos buscar con todas nuestras fuerzas al Señor. Felices si esperamos al Señor, felices si somos conscientes de su presencia en nuestras vidas. El problema es que algunas veces no acabamos de creer o no estamos dispuestos a aceptar las consecuencias de tener fe. La fe cambia todo nuestro ser, desde la raíz. No nos damos cuenta que somos responsables de nuestros actos y, también, de lo que dejamos de hacer. ¡El pecado de omisión es pecado! Es obvio pero solemos creer que pecar es sólo las acciones alejadas de Dios. ¡Cuántas veces pecamos por no hacer aquello que Dios espera de nosotros, aquel bien que nos llama a actuar!. Tener las lámparas preparadas significa dejar que nuestro interior sea vivificado por el Señor. Y que nuestras acciones deben manifestar su Gloria. Sólo si verdaderamente creemos, podemos mostrar plenamente la gloria de Dios. ¿Qué pasaría si el Señor nos llamara ahora? ¿Estaríamos preparados? “Velad, pues, porque no sabéis ni el día ni la hora” (Mt. 25, 13). A menudo vivimos nuestras vidas como si tuvieran que durar para siempre, pero de una cosa podemos estar seguros: un día moriremos. No es que tengamos que vivir con temor a la muerte, se trata de vivir en la esperanza del encuentro con Dios y en la seguridad que sólo eso vale la pena. “Esta vida es breve, el premio de lo que se hace en el ejercicio de la cruz es eterno”. (San Pío de Pieltrecina). Es tan fácil instalarse en la superficialidad. Pensar sólo en nosotros y nuestros problemas, no nos ponemos en el lugar de nuestros semejantes. La llamada a estar despiertos es la misma que Jesús hizo a sus discípulos: “Después volvió junto a sus discípulos y los encontró durmiendo. Jesús dijo a Pedro: “¿Es posible que no hayas podido quedarse despierto conmigo, ni siquiera una hora? Estad despiertos y orad para no caer en la tentación, porque el espíritu está dispuesto, pero la carne es débil” (Mt. 26, 40-41).

“El Señor respondió: Yo mismo iré contigo y te daré descanso” (Ex. 33, 14). Eso mismo nos repite hoy el Señor a nosotros. Él nos acompaña siempre, no nos deja. Esa es nuestra alegría. El Señor, desde la creación, no nos abandona. Pero de una manera más admirable se hace presente Cristo tras la resurrección. En la oración, en la Eucaristía en la Escritura, con el ayuno, en los sacramentos… “que desde cada comunidad cristiana, desde cada grupo o asociación, desde cada familia y desde el corazón de cada creyente, con iniciativas extraordinarias y con la oración habitual, se eleve una súplica apasionada a Dios, Creador y amante de la vida. Jesús mismo nos ha mostrado con su ejemplo que la oración y el ayuno son las armas principales y más eficaces contra las fuerzas del mal (cf. Mt 4, 1-11) y ha enseñado a sus discípulos que algunos demonios sólo se expulsan de este modo (cf. Mc 9, 29). Por tanto, tengamos la humildad y la valentía de orar y ayunar para conseguir que la fuerza que viene de lo alto haga caer los muros del engaño y de la mentira, que esconden a los ojos de tantos hermanos y hermanas nuestros la naturaleza perversa de comportamientos y de leyes hostiles a la vida, y abra sus corazones a propósitos e intenciones inspirados en la civilización de la vida y del amor”. (Beato Juan Pablo II, Evangelium Vitae, 100). Pero el Señor quiere que descansemos en su amor: “Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso. Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera” (Mt. 11, 28-30). El Señor quiere ayudarnos a descansar, la condición es aceptar su carga, anunciarlo a Él con todo el corazón, reposarnos en su bondad. El yugo del Señor es ligero porqué cuando lo cargamos da descanso. Cristo quiere conducir nuestras vidas, dejemos todo en sus manos y Él realizará la obra que tiene proyectada para nosotros desde la eternidad. “¡Qué dulce eres Señor para los que buscan!, ¡qué serás para los que te encuentran!”. (San Bernardo).

“El que ama su vida, la pierde; y el que odia su vida en este mundo, la guardará para una vida eterna.” (Jn. 12, 25). A eso aspiramos, a la eternidad. La vida es para darla como Jesús en bien de todos los hombres. El mandamiento del amor así lo exige, pero la promesa de la vida eterna se cumplirá en aquellos que sirven con alegría a los hermanos. “¿Por qué abocarte a beber en las charcas de los consuelos mundanos si puedes saciar tu sed en aguas que saltan hasta la vida eterna?” (San Josemaría Escrivá de Balaguer).

¡Qué la Gospa nos siga ayudando siempre a encontrarnos con Jesús!

P. Ferran J. Carbonell