Comentario del mensaje del 25 de Marzo de 2001

Queridos hijos, hoy también los invito a abrirse a la oración. Hijitos, viven en un tiempo en que Dios les da grandes gracias, y ustedes no saben aprovecharlas. Se preocupan de todo lo demás, menos del alma y de la vida espiritual. Despierten del sueño cansado de su alma y digan a Dios con todas sus fuerzas: Sí. Decídanse por la conversión y la santidad. Estoy con ustedes, hijitos, y los invito a la perfección de su alma y de todo lo que hacen. Gracias por haber respondido a mi llamado.

“Queridos hijos, hoy también los invito a abrirse a la oración”

Estar abiertos a la oración es estar dispuestos a la comunicación con Dios, a salir del aislamiento por medio de la oración.
Orar es hablar con Dios y también escucharlo en el corazón. En tiempos de rumores, de ruidos y estridencias debemos custodiar el silencio para recuperar la escucha de Dios, para poder captar las mociones del Espíritu.
Un corazón cerrado no puede orar porque no puede comunicarse ni es capaz de escuchar, porque carece de sensibilidad. Por eso, la invitación es a la apertura. Cuando verdaderamente nos abrimos a Dios también logramos comunicarnos con el otro, y recuperamos nuestra propia unidad.

“Hijitos, viven en un tiempo en que Dios les da grandes gracias, y ustedes no saben aprovecharlas”
Si no estamos abiertos a la oración no podremos aprovechar las gracias que Dios nos envía a diario porque, ante todo, no seremos capaces de reconocerlas y porque nuestro espíritu no será capaz de discernir el bien que Dios quiere hacernos en situaciones que quizás nos contraríen.
Sabemos que este es un tiempo de grandes gracias. Varias veces dijimos que a este tiempo de misericordia lo podemos medir por la presencia permanente de nuestra Madre, que nos nutre y nos guía con estos sus mensajes, así como por las gracias extraordinarias de conversión que se están dando en todas partes y sobre todo en los santuarios marianos, entre ellos preponderantemente en Medjugorje. Podemos también apreciar estas grandes gracias por el Año Santo, que acaba de terminar en cuanto a su aspecto temporal, pero no en cuanto a los frutos que ahora empiezan a recogerse.
Este llamado, en sí mismo triste, debe hacernos reaccionar porque esas gracias no se han agotado. Este es el sentido de la admonición de la Virgen: mostrarnos a qué estamos expuestos para de inmediato repararlo.

Se preocupan de todo lo demás, menos del alma y de la vida espiritual”
Las cosas del mundo que han de pasar nos distraen, hay muchos caminos que desvían y uno solo que lleva a Dios. Aún cuando creamos que legítimamente debemos preocuparnos por aspectos de nuestra vida, si con ello le estamos quitando tiempo y espacio al Señor, si no nos conduce a Cristo, único Camino al Padre, entonces nuestra preocupación pierde toda legitimidad porque nos está perjudicando espiritualmente.
No en vano la Virgen nos pide que leamos -todos los jueves- aquel pasaje de Mateo (Mt 6,24-34). Visto con ojos del mundo, con los ojos de aquel que aún no se ha abierto a la gracia, de quien tiene cerrado el corazón y es incapaz de orar, ese pasaje le puede parecer escandaloso o excesivo. Quizás llegue a pensar que es una manera de decir, pero que no quiere significar lo que allí se dice, que debe ser atenuada su interpretación para no ser “fundamentalista”. Después de todo, éste es el pensamiento de esta época post-modernista que nos toca vivir. Sin embargo, el Señor dice claramente que no debemos afanarnos por nuestro propio resguardo, preocuparnos por nuestro propio sustento y protección, sino ocuparnos de nuestra santidad. Si así lo hacemos el Padre que está en el Cielo, que bien sabe de qué cosas tenemos necesidad, se ocupará de todo eso.
No podemos, entonces, excusarnos ante la gravedad de nuestra situación personal, quizás de falta de empleo, de nuestras vicisitudes financieras o nuestro estado de salud para decir que no podemos dedicarnos tanto a cultivar nuestra vida espiritual.
Muy simplemente, Dios nos ha dado la vida y nos sostiene en ella, debemos nosotros ocuparnos de la salud de nuestra alma: de ser santos.
El llamado a la santidad es universal, es para todos y no admite ningún atenuante ni excepción.

Despierten del sueño cansado de su alma y digan a Dios con todas sus fuerzas, Sí. Decídanse por la conversión y la santidad”
Nuestra Madre, que nos ve sumidos en un letargo que arriesga ser mortal, debe despertarnos. Debe, aún con toda su suavidad, sacudirnos y mostrarnos nuestro estado para llevarnos a dar la respuesta que Ella mismo supo dar de manera eminente.
Ella, que es nuestro modelo de humildad, de sumisión a Dios –es decir de auténtica libertad- nos da este mensaje precisamente en el día de su “fiat”, de su “Sí” pleno, sin reticencias, sin condicionamientos, sin debilitamientos sino dado con todas sus fuerzas a Dios. María iniciaba también con aquel sí su camino ascendente hacia Dios que la llevaría por pruebas y penumbras, caminando siempre en la fe hasta alcanzar la gloria.
Debemos decidirnos por la conversión auténtica, por el proyecto profundo de conversión a Dios. Por el inicio del camino sin retroceso en el que damos la espalda al mundo de pecado, de corrupción, de tentaciones, a Satanás y todas sus pompas, para seguir la meta del encuentro con Dios.
Conversión auténtica de coherencia de vida, de transformación interior, de testimonio de amor.
Sólo la gracia puede lograr lo que nuestra voluntad asiente respondiendo al llamado de Dios a la santidad. Decía Pascal: “Solo la gracia puede hacer de un hombre un santo. El que lo dude no sabe lo que es la gracia ni sabe lo que es un hombre”. Pero, todo comienza con la propia decisión de dejar la tibieza, las dudas, la mediocridad y hasta la medianía de quien se ha establecido en la meseta de su vida espiritual. Es preciso ascender el monte de la santidad sabiendo que no se cuenta con las solas fuerzas sino con la gracia de Dios. Cuando se es consciente de esto entonces la subida es en el abandono, porque es el Señor quien lo va a llevando a uno. Nosotros hemos elegido subir con María consagrándonos a su Corazón Inmaculado. Es Ella misma quien nos presenta a la misericordia de Dios para que seamos agraciados por su particular protección. Desde su Corazón seremos modelados en la santidad y purificados en el amor.

“Estoy con ustedes, hijitos, y los invito a la perfección de su alma y de todo lo que hacen”
Esa perfección, nos dice por otra parte, se logra en lo concreto por medio de la oración -cuando nos abrimos al amor- del rezo del Santo Rosario, de la Santa Misa vivida con toda el alma, de la purificación del corazón mediante la reconciliación con Dios, en la Confesión asidua, y con el hermano, de la visita a Jesús sacramentado en actitud adorante, del ayuno y de todo sacrificio ofrecido a Dios, de las obras concretas de misericordia, de la aceptación de la cruz de cada día, de la misión que empieza por la propia casa, por el ámbito de trabajo, con el ejemplo de amor, de la humildad y de la obediencia a la Iglesia.
El Santo Padre nos dice: “¡Naveguen mar adentro!” Implícitamente nos está diciendo “no echen anclas” sino continúen en procura de la profundidad de la vida en el Espíritu, de la propia santidad, de la profundidad de la relación con Dios que se mide en la oración. Nuestra Madre, con otras palabras, nos está diciendo lo mismo “despierten del sueño cansado del alma” y “decídanse por Dios, por la santidad, por la conversión”.
No temamos dar nuestro sí e iniciemos hoy mismo el camino de perfección trabajando humildemente y con paciencia sobre los defectos, los vicios -que en la luz del Espíritu- sabemos tener.
No temamos, nuestra Madre, Reina de la Paz, está con nosotros.