Comentario del mensaje del 25 de Marzo de 2009

“¡Queridos hijos! En este tiempo de primavera, cuando todo se despierta del sueño invernal, despertad también vuestras almas con la oración para que estéis dispuestos a recibir la luz de Jesús resucitado. Que Él, hijitos, os acerque a su Corazón para que podáis estar abiertos a la vida eterna. Rezo por vosotros e intercedo ante el Altísimo por vuestra sincera conversión. ¡Gracias por haber respondido a mi llamada!”

“Así como Cristo, estando en esta vida mortal, obraba grandes santidades y misericordias en los cuerpos que lo habían de menester y lo llamaban, así este Maestro y Consolador obra estas obras espirituales en las ánimas donde Él mora y está en unión de gracia” (San Juan de Ávila, Sermón del Domingo de Pentecostés). Eso es justamente lo que María nos pide: dejar que Cristo gobierne nuestras vidas a través de la oración. Unidos a él lo podemos todo. María, en el tramo final de la Cuaresma y en el inicio de la gran fiesta de la Pascua, nos llama de nuevo a cambiar nuestras vidas, a dejar que el Señor de testimonio en nosotros. La oración es la preparación para poder despertar a Cristo. Para unirnos a Él. Hemos de ser valientes y abrirle de par en par nuestros corazones. La sinceridad en nuestra conversión depende de nuestra entrega.

Seguir a Cristo, darlo todo por él. “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Porque quien quiera salvar su vida la perderá; pero quien pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará. Pues ¿de qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si arruina su vida?” (Mc. 8, 34-36). Tomar la cruz de cada día y ofrecer todo por estar con Él. Nuestra vida es de Dios, un regalo de Dios. ¡Qué tristeza cuando se la desprecia o se juega con ella! La vida es un don para ser de Dios. ¡Un don! Y ese don divino no puede ser rechazado. Rechazar la vida es despreciar el regalo más inmenso que se nos puede hacer. La vida sólo puede volver a Él. Por eso cada vez tendríamos que estar más cerca de Cristo. Buscar los bienes que son espirituales y dejarnos llevar por la gracia salvadora de Cristo. La vida sólo la podemos perder en quien nos la ha regalado. El aborto, la eutanasia son formas sutiles y abominables de asesinar a los más débiles. Pero no anunciar el Evangelio de Cristo con valentía es otra forma de arruinar nuestra vida. Por eso debemos mirar a Cristo ahora, ahora. Hacer con la oración y la entrega que nuestra conversión sea verdadera. Dejar que Él lo ilumine todo.

Cuando contemplemos la cruz no olvidemos la resurrección. La cruz nos recuerda el gran amor de Dios, su omnipotente misericordia. A través de ella nos llega la Victoria, sin ella no tendríamos nada y seguiríamos en la oscuridad. “¡Oh maravilloso poder de la cruz! ¡Oh gloria inefable de su pasión! La cruz es como el tribunal de Dios, desde donde está juzgando al mundo y ostentando su poder” (San León, Papa, Sermón 57, sent 50). La cruz nos juzga pues cuando no entregamos la vida por Jesús la estamos malgastando y alejándonos de él. Y María estaba al pie de la cruz acompañando a su Hijo. Y, en ese instante, nos dio a María por madre y mediadora: ““Mujer ahí tienes a tu hijo”. Luego le dice al discípulo: “Ahí tienes a tu madre”. Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa” (Jn. 19, 26 c- 27). Somos sus hijos por eso nos llama a la conversión, a estar con su Hijo. ¿Qué madre no quiere lo mejor para sus hijos?

“En cuanto a mí, ¡Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo es para mí un crucificado y yo un crucificado para el mundo!” (Gal. 6, 14). No olvidemos a que Cristo lo encontramos en el mundo, en nuestros hermanos y que el Reino empieza en nuestros corazones, en nuestras vidas para ir escampando por todas partes su amor. Sólo nos podemos gloriar de la cruz, desde la pequeñez y el fracaso podemos clamar al cielo y sentirnos salvados.

¡Qué Cristo, el Señor, ilumine nuestras vidas siempre para que podamos anunciarlo incesantemente con nuestras obras! Pidámoslo en nuestras oraciones.

P. Ferran J. Carbonell