Comentario del mensaje del 25 de Marzo de 2011

“Queridos hijos, de manera especial, hoy deseo invitaros a la conversión. Que a partir de hoy comience una vida nueva en vuestro corazón. Hijitos, deseo ver vuestro “sí” y que vuestra vida sea el vivir con alegría la voluntad de Dios en cada momento de vuestra vida. Hoy, de manera especial, Yo os bendigo con mi bendición maternal de paz, de amor y de unidad en mi Corazón y en el Corazón de mi Hijo Jesús. ¡Gracias por haber respondido a mi llamada!”.

“Convertíos porque ha llegado el Reino de los Cielos” (Mt. 3, 2). Convertirnos, hoy la Virgen nos llama, especialmente, a la conversión. El problema es que muchos piensan que no deben convertirse, otros no saben que significa convertirse y algunos tienen miedo a convertirse. Nuestra sociedad se ha empeñado en que no veamos el pecado, en hacernos creer que el pecado es algo que no toca nuestras vidas, que el pecado es algo para los demás o algo antiguo. ¿De qué debemos convertirnos si no somos pecadores? El Maligno nos hace creer que el pecado no existe y así puede campar libremente y condenar nuestros corazones. El camino de la conversión se inicia cuando reconocemos que somos débiles, pecadores. Cuando humildemente aceptamos que en nuestro corazón no es siempre Jesús el centro. “Nuestro corazón es tan pequeño, que no caben en él dos amores; y habiendo sido creado sólo para el divino, no puede tener descanso cuando se halla con otro” (Santa Margarita Maria de Alacoque). Debemos buscar sólo a Dios. Dejar el camino que nos lleva a la perdición y ponernos en el de Dios. No es Dios el que nos pierde, somos nosotros mismos los que nos perdemos renunciando al amor de Dios. Pero Dios está siempre esperando nuestra conversión. Quiere nuestros corazones contritos. Él que lo es todo, nos espera y nos ama: “En cuanto al malvado, si se aparta de todos los pecados que ha cometido, observa todos mis preceptos y practica el derecho y la justicia, vivirá sin duda, no morirá. Ninguno de los crímenes que cometió se le recordará más” (Ez. 18, 21-22). ¡Tal es el Amor de Dios!

“Arrepentíos, pues, y convertíos para que vuestros pecados sean borrados” (Hch. 3, 19). Otras muchas veces echamos la culpa de todo lo que nos pasa a los demás. Pensamos que son los otros los responsables de nuestro pecado, de nuestras limitaciones, de nuestro propio engaño. Convertirse consiste, también en dejar que el Señor cure nuestras heridas. Consiste en asumir nuestra responsabilidad y pedir ayuda. Convertirse es no sólo cambiar de camino, es también asumir cada acontecimiento de nuestra vida como un acto del amor de Dios. Eso que acaeció en nuestra infancia; ese daño que nos causaron cuando aún no sabíamos nada; esa herida en nuestro orgullo; ese rencor… todo quiere el Señor curarlo. ¿Cuántas veces nuestro orgullo o nuestros complejos son los que nos mueven a actuar? Si son ellos los que nos mueven nos distanciamos sin remisión de Dios, pecamos. El orgullo forma parte del pecado original, creernos mejores que Dios. No ver a los otros como hermanos sino como rivales. Nuestros complejos, sobretodo el de inferioridad, nos lleva sentirnos siempre heridos por los demás. A revelarnos ante lo que nos parece una humillación o un maltrato. Pero el camino de Nuestro Señor Jesús es el de la curación de nuestro interior y el de la humildad. Sólo si buscamos su voluntad, si nos percatamos de que “hacer lo que él os diga” (Jn. 2, 5) es el todo de nuestra existencia, podremos curarnos para siempre. Debemos dejarnos en sus manos, darnos cuenta que Él quiere transformar nuestras vidas. “Ya puedes desechar esos pensamientos de orgullo: eres lo que el pincel en manos del artista.—Y nada más.—Dime para qué sirve un pincel, si no deja hacer al pintor”. (San Josemaría Escrivá de Balaguer). Abandonarnos en el Señor no es sólo un gesto de fe, el abandono es un principio real de cambio. “Hasta que no tengamos un perfecto abandono en manos de Dios, no habremos hecho nada”. (San Rafael Arnáiz). Y después de ese abandono es necesario confesarse. Confesarse es, en ese sentido, sumergirse en las profundidades del amor de Dios, sentir su abrazo amoroso. Todo para convertirse y hacerla duradera. Dejar que Dios haga todo en nosotros. “Cristo instituyó el sacramento de la Penitencia en favor de todos los miembros pecadores de su Iglesia, ante todo para los que, después del Bautismo, hayan caído en el pecado grave y así hayan perdido la gracia bautismal y lesionado la comunión eclesial. El sacramento de la Penitencia ofrece a éstos una nueva posibilidad de convertirse y de recuperar la gracia de la justificación. Los Padres de la Iglesia presentan este sacramento como “la segunda tabla (de salvación) después del naufragio que es la pérdida de la gracia” (Concilio de Trento: DS 1542; cf Tertuliano, De paenitentia 4, 2). (CEC 1446).

“Dijo María: ‘He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra’. Y el ángel, dejándola se fue” (Lc. 1, 38). El sí de María es signo supremo de confianza en Dios, y, además, un ejemplo de abandono total a las manos de nuestro Creador. Ella nos enseña que hemos de hacer siempre la voluntad de Dios. “Cuando el Espíritu Santo encuentra a María en un alma, se siente atraído irresistiblemente hacia ella y en ella hace su morada”. (San Luís María Grignión de Montfort). María podía haber respondido negativamente, pero al estar libre de pecado sólo podía decir sí a la voluntad Divina. ¡Ese sí es la causa de nuestra alegría! Si nos libramos del pecado podremos ver mejor cual es la voluntad de Dios y abandonarnos a ella.

¡Qué la Gospa nos ayude a vivir este tiempo de cuaresma con alegría y rectitud de corazón!

P. Ferran J. Carbonell