Comentario del mensaje del 25 de Marzo de 2012

“Queridos hijos: También hoy con alegría deseo daros mi bendición maternal e invitaros a la oración. Que la oración se convierta en necesidad para vosotros, para que cada día crezcáis más en santidad. Trabajad más en vuestra conversión, porque estáis lejos, hijos míos. ¡Gracias por haber respondido a mi llamada!”

“El es la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda creación” (Col. 1, 15). En Cristo encontramos la vida. Este tiempo de vida que Dios nos regala debemos usarlo para unirnos con todo nuestro ser al Señor. El problema es que hay muchas cosas que nos alejan del resucitado. Tantas cosas nos hacen olvidar nuestro sentido… Eso, además de ser pecado, nos hace vivir como si Dios no existiera. Una vez se vive así es fácil perder definitivamente la fe. Muchos aseguran que Dios no existe e intentan argumentar esa afirmación racionalmente. Pero la verdad es que lo han abandonado y, después, necesitan justificarse. Esas personas saben perfectamente que se están autoengañando, es algo que sucede también a los drogadictos que se autoconvencen de que no lo son o de que lo pueden dejar cuando quieran y, así, nunca pueden curarse. El primer paso para curar una enfermedad es reconocer que se tiene, o, al menos, ponerse en manos de alguien que pueda diagnosticarla. Lo primero que se necesita para fortalecer la fe es ver donde nos está venciendo el maligno, cual es nuestra ‘enfermedad’. Si no hacemos esto la consecuencia puede ser el perder a Dios o la mediocridad. Cuando los cristianos hablamos de vencer la crisis, debemos insistir en que sólo edificando nuestras vidas en Cristo podremos salir de ella.

Algunos pueden ser atacados por el orgullo, el orgullo que nos lleva a juzgar a los demás y a considerarnos superiores. Nos fabricamos nuestra propia ley moral y una religión a nuestra medida. Vivimos sin darnos cuenta en la mentira, en la apariencia. Somos hipócritas pretendiendo ser quienes no somos, ocultándonos tras una máscara de mentira.

Otros se dejan llevar por sus apetencias, se dejan esclavizar: sexo, bebida o drogas. Su único pensamiento es como saciar aquello que les piden sus pasiones, dar gusto al cuerpo aunque ello conlleve nefastas consecuencias. Se tienen intereses ocultos o poco nobles que ensucian nuestras relaciones con los demás.

Muchos se empeñan en lograr dinero o bienes materiales, ya saben que todo es caduco pero se empeñan igualmente en conseguirlo. Nunca tenemos suficiente, siempre se quiere más. La envidia y el deseo por las cosas que no necesitamos nos domina. Caemos en una profunda tristeza por no poder gozar de unos bienes que creemos nos van a dar la felicidad.

¡Cuántos pecan no haciendo en bien de Dios o del prójimo aquello que debieran hacer! El egoísmo nos lleva a olvidarnos de nuestro hermano, del gran mandamiento del amor. Sí, en definitiva el pecado nos lleva a pensar que si Dios no existiera cada uno podría ser, al fin, el juez de su comportamiento. Decidimos no hacer nada contra el mal del mundo, contra el hambre o la injusticia porque nos convencemos de que nuestra aportación es miserable o inútil.

Ahí vemos algunos de los motivos, ocultos o visibles, que llevan a muchos a dejar a Dios. Contra esto hay que estar en guardia. El maligno puede vencernos a todos y debilitarnos. “¿No sabéis que si os sometéis a alguien como esclavos para obedecerle, sois esclavos de aquel a quien obedecéis, sea del pecado para muerte, o sea de la obediencia para justicia? Pero gracias a Dios, que aunque erais esclavos del pecado, habéis obedecido de corazón a aquella forma de doctrina a la cual fuisteis entregados; y libertados del pecado, vinisteis a ser siervos de la justicia” (Rom. 6, 16-18). Nuestro corazón ha de buscar con todas las fuerzas a Dios y adaptarse a su voluntad. No podemos manipular a Dios, sólo Él es juez y en Él está la ley y Él es la verdad. La verdadera libertad del hombre consiste en obedecer a Dios, el resto es esclavitud. La ley de Dios nos libera, “la verdad nos hace libres” (cf. Jn 8, 32). Tenemos que pedir a Dios la gracia de poder cambiar nuestras raíces de pecado por otras de vida, de amor, de libertad. Convertirnos para que nuestros corazones, regenerados por el Espíritu Santo, lleguen a beber de la fuente de la salvación que es Cristo. “Así como Cristo aceptó la muerte corporal para darnos la vida espiritual, así soportó la pobreza temporal para darnos las riquezas espirituales”. (Santo Tomás de Aquino). En la Pascua vamos a celebrar la victoria de Cristo sobre la muerte y sobre el pecado. Viviendo con él, vencemos con él. ¡Esa es nuestra esperanza!

No es extraña la insistencia en la oración. Rezar es un signo de amor a Dios y a los hermanos. La oración no es ninguna carga, es una necesidad. Necesidad para vivir la vida de Dios, necesidad contra el pecado, contra el egoísmo, contra el orgullo, contra la hipocresía, contra la falta de amor. “Cuando oréis, no seáis como los hipócritas que son amigos de rezar de pie en las sinagogas y en las esquinas, para exhibirse ante la gente. Ya han cobrado su paga, os lo aseguro. Tú, en cambio, cuando quieras rezar, echa la llave y rézale a tu Padre que está ahí en lo escondido; Tu Padre que ve lo escondido te recompensará” (Mt. 6, 5-6). Tenemos que preguntarnos que pensará Dios de nosotros, ¿estará contento con lo que hago, vivo, pienso? No importa lo que los demás puedan decir de nosotros, lo importante es mi relación con Dios. A veces no somos conscientes de que el pecado consiste en no ser transmisores del amor de Dios en nuestras vidas. “Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor”(1 Jn 4,8). Para eso nos necesita el Señor, para hacer presente su amor en el mundo. Cada vez que no amamos, cada vez que cerramos nuestro corazón al hermano, estamos rechazando ese amor tan grande. Eso es lo peor del pecado, que rechazamos a Dios. Hemos sido hechos para hacer presente el amor de Dios en el mundo a través de nuestras vidas. ¡Puede haber dignidad más grande! Nosotros, que no merecemos nada, somos llamados a amar con el amor de Dios. Él es el único amor que nos llama gratuitamente a participar de él. “Ama y haz lo que quieras; si te callas, calla por amor; si hablas, habla por amor; si corriges, corrige por amor; si perdonas, perdona por amor; ten la raíz del amor en el fondo de tu corazón: de esta raíz solamente puede salir lo que es bueno”. (San Agustín de Hipona). Necesitamos de la oración para llenarnos del amor que debemos dar a los demás.

¡Qué María nos ayude en este tiempo a encontrarnos con el resucitado! Pidamos con insistencia la ayuda del Espíritu Santo.

P. Ferran J. Carbonell