Comentario del mensaje del 25 de Mayo de 2011

¡Queridos hijos! Mi oración hoy es para todos vosotros que buscáis la gracia de la conversión. Llamáis a la puerta de mi Corazón, pero sin esperanza ni oración, en el pecado, y sin el sacramento de la Reconciliación con Dios. Abandonad el pecado y decidiros, hijos míos, por la santidad. Solamente así puedo ayudaros y escuchar vuestras oraciones e interceder ante el Altísimo. ¡Gracias por haber respondido a mi llamada!”

“La Ley ha sido dada para que se implore la gracia; la gracia ha sido dada para que se observe la ley”. (San Agustín). De nuevo una llamada a la conversión. Dios nos da todo para que podamos ser de acuerdo a nuestro fin y se nos da él mismo como fin. Debería impresionarnos leer que la Virgen reza por la gracia de nuestra conversión, pero hemos oído tantas veces esa palabra (conversión), y nos parece tan normal que María rece… y, sin embargo, andamos pidiéndole cosas como si se tratara de un juego. No dejamos de ir a la Iglesia aunque verdaderamente no rezamos y pecamos. No pensamos que nos comportamos como hipócritas cuando en la Eucaristía nuestro corazón no busca unirse con Jesús. Profanamos la eucaristía tal vez sin darnos cuenta. Nuestra salvación es algo serio, para la eternidad. Y oímos la palabra conversión pero jamás nos la aplicamos. No nos damos totalmente al Señor: “Lo que me concernía ya no me concierne, tengo que ser, desde este momento, totalmente de Dios. Nunca de mí”. (Bernardette Soubirous, Cuaderno de notas íntimas, 13). Vivimos la vida por inercia, en realidad no la vivimos, ¿qué sentido tiene todo? Estamos vacíos. Seguimos pensando en el tener, en el dinero, nos dejamos dominar por las pasiones, buscamos el poder, nos refugiamos en nuestros complejos, nos mentimos a nosotros mismos, juzgamos a los demás inmisericordemente… ¿qué sentido tiene nuestra vida? ¿para eso nos ha hecho el Señor? “Quien dice: ‘Yo le conozco’ y no guarda sus mandamientos es un mentiroso y la verdad no está en él” (1Jn. 2, 4). En medio de toda esa oscuridad una luz. Una luz que no deja de brillar. Una luz que nos llama a la santidad y nos dice sólo Dios, sólo Él. “El pueblo que andaba a oscuras percibió una luz cegadora. A los que vivían en tierra de sombras una luz brillante los cubrió” (Is. 9, 1). ¿Cómo nos atrevemos a llamar al Corazón de la Virgen sin buscar con toda nuestra alma esa luz? Esa llamada a la conversión es una seria advertencia. Dejarnos llenar por Él. Sólo así el Señor podrá entrar en nosotros y ayudarnos a hacer los cambios que nos convienen para ser totalmente de Él. Debemos convertirnos pues sólo así conoceremos el amor al que hemos sido llamados. “Es una felicidad el estar colgados de la providencia del Señor y ver con qué delicadísimo amor lo prepara Él todo”. (Madre Maravillas de Jesús). Él camina ante nosotros iluminándolo todo con su luz.

“La penitencia es un elemento esencial de la vida buena”. (Beato Juan XXIII). Uno de los baluartes en nuestra lucha por ser santos y rechazar a Satanás es el Sacramento de la Reconciliación. ¿Cómo acabar con el pecado si no me confieso? ¿Cómo confesarme si no me decido por la conversión? Nuestra sociedad ha olvidado qué significa el pecado. Vivimos, a menudo, como si el pecado no existiera. “Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros. Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonarnos y purificarnos de toda maldad. Si decimos que no hemos pecado, lo hacemos pasar por mentiroso, y su palabra no está en nosotros”. (1 Jn., 1, 6-10). No queremos ver, nos conformamos, por miedo, con seguir ciegos. “El pecado es, ante todo, ofensa a Dios, ruptura de la comunión con Él. Al mismo tiempo, atenta contra la comunión con la Iglesia. Por eso la conversión implica a la vez el perdón de Dios y la reconciliación con la Iglesia, que es lo que expresa y realiza litúrgicamente el sacramento de la Penitencia y de la Reconciliación (cf LG 11)”. (CEC. 1440). En este maravilloso sacramento recibimos la gracia de Dios que nos perdona siempre y nos ayuda con su luz a avanzar. “Convertirnos quiere decir buscar de nuevo el perdón y la fuerza de Dios en el Sacramento de la Reconciliación y así volver a empezar siempre, avanzando cada día”. (beato Juan Pablo II). No debemos tener temor alguno en confesarnos, nuestro temor debe estar en pecar pues eso significa alejarnos de Dios. La esperanza y la verdadera oración son frutos de este admirable sacramento. Como el padre de la Parábola (cf. Lc. 15, 11-32) Dios espera nuestra conversión y nuestro arrepentimiento para abrazarnos. Podremos experimentar la profundidad que encierra esta frase cada vez que pidamos el Sacramento de la Reconciliación: “Yo os aseguro: todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo.” (Mt. 18, 18).

“El don de la oración está en manos del Salvador. Cuanto más té vacíes de ti mismo, es decir, de tu amor propio y de toda atadura carnal, entrando en la santa humildad, más lo comunicará Dios a tu corazón”. (San Pío de Pieltrecina). La oración es otro de los baluartes que nos ayuda a abandonarnos en las manos de Dios. Desde la humildad, desde el corazón. La oración no puede dejar de acompañarnos toda nuestra vida: “Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os proporcionaré descanso” (Mt. 11, 28).

¡Qué la Gospa nos ayude a convertir nuestros corazones y a conocer la profundidad del amor al que somos llamados!

P. Ferran J. Carbonell