Comentario del Mensaje del 25 de Octubre de 2006

“¡Queridos hijos! Hoy el Señor me ha permitido que les diga nuevamente que viven en un tiempo de gracia. No están conscientes, hijitos, de que Dios les da una gran oportunidad para que se conviertan y vivan en paz y amor. Ustedes están demasiado ciegos y atados a las cosas terrenales, y piensan en la vida terrenal. Dios me ha enviado para que los conduzca hacia la vida eterna. Yo, hijitos, no estoy cansada, aunque veo sus corazones apesadumbrados y cansados para todo lo que es gracia y don. ¡Gracias por haber respondido a mi llamado!”

Como a la mayoría de quienes seguimos los mensajes de nuestra Madre, antes de recibirlo pensaba qué nos diría esta vez. Imaginaba que nos haría recapacitar sobre los grandes peligros en cierne y que debemos prepararnos para ello. Y algo de eso ha habido en el mensaje, pero no es tan fácil imaginar el modo y la forma que nuestra Santísima Madre tiene para decirnos lo que tiene que decir sin preocuparnos, sin llevarnos a situaciones que inciten la curiosidad malsana o que nos paralicen. Ella con pocas palabras viene a conmovernos, a despertarnos del letargo y la pesadez espiritual, a quitarnos la ceguera y liberarnos de las ataduras recordándonos que éste es un tiempo único de gracia. Ésta es la oportunidad única que, en su misericordia, Dios nos da para que cambiemos radicalmente de vida. ¡Y hay que aprovecharla!

La paz y el amor que todos anhelamos, que el mundo dice querer y hasta promover, sólo pueden venir de Dios porque todo lo que se nos prometa sin Él es falso y acaba malamente. Y Dios, por medio de María Santísima, nos está ofreciendo esta paz y este amor.

La paz que Dios nos da va más allá de la ausencia de violencia y aún de la ausencia de todo mal. La paz que sólo Dios puede darnos, la paz que viene de Cristo, es un estado pleno de felicidad y seguridad.

Además, la paz -que procede de la reconciliación con Dios- es el don de conversión con el que el Señor sella los corazones.

Quien conozca lo que este mundo llama paz, es decir la tranquilidad y la seguridad que puedan dar las cosas terrenas, intuye que éstas no son ni definitivas ni absolutas. Quien pone toda su confianza en el dinero debería saber que no posee un seguro contra todo mal. En primer lugar porque puede perder el dinero por cualquier razón que esté fuera de su control, luego porque el dinero no podrá pagar los valores más preciados, el amor, la amistad, la vida.

Una persona que no pone su confianza en Dios puede llegar a tener todo el éxito del mundo, una buena posición económica, lo que se llama fama o una óptima carrera, además a todos sus seres queridos y ella misma gozando de óptima salud, pero, si es consciente de las limitaciones de la existencia terrena, sabrá también que nada es para siempre porque mantenerse en una posición requiere de esfuerzos y porque siempre está expuesta a la competencia, muchas veces despiadada, que la fama o la carrera puede perderse en un momento, que se puede enfermar, y la muerte propia o de los que quiere siempre estará al acecho. Entonces, tendrá cierta tranquilidad momentánea que es paz aparente, puesto que nada podrá quitarle su estado profundo de angustia existencial. En cambio, quien confía en Dios, quien ha puesto su vida en sus manos, ese tiene paz en su corazón por más que su situación objetiva no sea buena, que esté enfermo, que tenga enfermos en su familia, que le falte dinero. Tal la gran diferencia que reconoce de inmediato quien ha comenzado un camino de conversión. Éste dirá, como lo hemos escuchado más de una vez: “la paz que ahora tengo no la había conocido en toda mi vida anterior”.

Dios, a través de su Enviada, la Santísima Virgen María, nos está ofreciendo la oportunidad de alcanzar la verdadera paz encontrando la verdadera seguridad en Él. Debemos entender que éste es un llamado de amor, que Dios no deja de insistir porque nos ama y que nuestra Madre no se cansa de repetir su reclamo de vivir en Dios y para Dios porque Ella también nos ama con amor divino.

“Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo”, dice el Señor (Cf Ap 3:20). Ese pasaje del Apocalipsis dirigido a la iglesia de Laodicea es un llamado a la intimidad con Jesús, que está golpeando a la puerta del corazón para primero ser escuchado y luego para que se le responda abriéndose a su gracia, gracia que aquí se presenta como un banquete. Ese banquete lo asimilamos al de la Mesa de la Eucaristía, en el que entramos en comunión con Dios, y también alude al banquete definitivo de las últimas realidades.

Por medio de la conversión del corazón a Dios se entra en la vida de la gracia, en la vida en Dios que conduce a la vida eterna. Conversión y comunión son términos que van juntos. Quien se convierte a Dios entra en comunión con Él hasta alcanzar la comunión sacramental en la Eucaristía.

Toda comunión es un encuentro, un encuentro entre dos personas, entre el comulgante y Quien es su Creador y Salvador, como recordaba hace poco nuestro Papa Benedicto XVI.

De la comunión con Dios viene en primer lugar la intimidad con Él, el conocimiento de su amor y la paz.

Hubo uno que dijo: “de algo estoy seguro, cuando me muera me han de sobrar dos cosas: dinero y pecados”. El primero de dejar y los otros a llevar.

El Señor nos advierte: “Mirad y guardaos de toda codicia, porque aunque alguien posea abundantes riquezas, su vida no depende de sus bienes” (Lc 12:15). En el mismo pasaje del Evangelio Jesús les dice a sus interlocutores una parábola sobre un hombre que ya rico se ve beneficiado por grandes cosechas. Recuenta éste sus sobreabundantes bienes y se está regodeando de ellos pensando que deberá agrandar sus graneros, hacer otros silos, en definitiva planea su futuro y su solaz, ignorante que esa misma noche tendrá que entregar su alma. ¿Para quiénes servirán todas esas riquezas?, se pregunta el Señor.

Verdad inmutable es que todo lo que hemos acumulado en bienes materiales un día deberemos dejarlo y para siempre, sólo nos llevaremos con nosotros aquello que hayamos sido capaces de dar.

Dar -cuando lo que se da es amor- es acumular riquezas en el Cielo, “donde no hay polilla ni herrumbre que corroan, ni ladrones que socaven y roben.” (Cf Mt 6:20).

Nuestro paso por esta vida, como reconoce el salmista (“sólo un soplo es el hombre que se yergue, mera sombra el humano que pasa, sólo un soplo las riquezas que amontona” (Slm 39). “Vivimos setenta años, ochenta con buena salud, mas son casi todos fatiga y vanidad, pasan presto y nosotros volamos” (Slm 90)) y los libros sapienciales, y como lo demuestra nuestra experiencia una vez que atravesamos el umbral de la adultez, es breve. Todo en torno de nosotros habla de caducidad. En palabras de Bossuet: “la naturaleza nos declara y nos muestra a menudo que no puede por mucho tiempo dejarnos aquel poquito de materia que nos presta… Los niños que nacen parece que nos empujan para decirnos: ‘Retiraos, ahora nos toca a nosotros’ ”… Y agrega: “¡Oh, alma, llena de pecado, temes con razón la inmortalidad que haría eterna tu muerte!” .

Ante lo efímero de esta vida, la Santísima Virgen antepone la eternidad para la que fuimos creados y por la que hay que vivir para alcanzarla. La eternidad cuyas puertas fueron abiertas por nuestro Salvador Jesucristo al rescatarnos de la muerte.

También Bossuet exhortaba: “mira a Jesucristo en persona, la resurrección y la vida; quien cree en él no morirá; quien cree en él vive ya una vida espiritual, interior… que trae consigo la vida en la gloria”. Y aunque “el cuerpo entrará por poco tiempo en el reino de la muerte, sólo quedará en poder de la muerte lo que es mortal” porque “Dios deja derrumbarse esta carne débil por el pecado y las pasiones, para luego rehacerla a su modo y según el primer diseño de su creación”.
La llave de la eternidad es la cruz de Cristo, es el mismo amor que nos redime y nos invita a responderle, porque “en el ocaso de nuestras vidas seremos juzgados en el amor” (San Juan de la Cruz).

Cuando así vivimos, cuando nos abrimos al don de Dios, cuando nos dejamos conducir por el camino que nos traza nuestra Madre, podemos decir con Santa Teresita: “yo no muero, entro en la vida”.

Ciertamente que hay un camino para alcanzar esa eternidad a la que viene a llamarnos la Madre de Dios, y este camino es el de la oración y el ayuno. Es camino a la vez de desprendimiento y de elevación del espíritu hacia el Creador, Todopoderoso y Misericordioso.

El ayuno nos ayuda a desprendernos y desatarnos de las cosas terrenales porque con el ayuno nos desprendemos de algo que es importante para nosotros para ofrecerlo a Dios. El ayuno también tiene el efecto de hacer más profunda y atenta, menos distraída, nuestra oración. Por otra parte, la oración nos ayuda a ayunar, por lo que oración y ayuno van juntos.

Con la oración nos elevamos, y tanto más en la medida de nuestra humildad, hacia el Altísimo que es Padre nuestro.

Como lo recordaba la Santísima Virgen en el mensaje del 2 de Octubre a Mirjana, la oración y el ayuno nos ayudarán a abrirnos y a amar y –agregamos- a vivir desde ahora nuestra eternidad.

Este mensaje nos llama a la reflexión. ¿Dónde pongo mis seguridades? ¿En quién? ¿Me estoy dejando guiar por la Madre de Dios u opongo resistencias?

Señor Dios nuestro, quiero a partir de hoy cambiar de vida, quiero dejar de mirar hacia abajo, de preocuparme por las cosas que pasan y caducan y poner mi mirada más allá del horizonte de esta vida terrena. Pongo toda mi confianza en Ti, Creador y Padre mío. Quiero abrirme a los dones que tienes preparados para mí. Quiero recibir todas las gracias que Tú me das en este tiempo por medio de tu Enviada, la Reina de la Paz. Sólo Tú tienes el poder de transformar una vida, más aún de dar vida donde antes había muerte. Te ruego, no apartes tu mirada de mí y dame la vida en Ti que me lleve a la vida eterna. Sella mi corazón con tu paz. Envía el Santo Espíritu que sople sobre todas mis tinieblas y traiga en mí la luz de la vida y del amor.
Por Jesucristo, nuestro Señor.

P. Justo Antonio Lofeudo mslbs
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