Comentario del mensaje del 25 de Octubre de 2011

“Queridos hijos: Os miro y en vuestros corazones no veo alegría. Hoy yo deseo daros la alegría del Resucitado para que Él os guíe y os abrace con su amor y con su ternura. Os amo y oro continuamente por vuestra conversión ante mi Hijo Jesús. ¡Gracias por haber respondido a mi llamada!”

Es cierto, nos falta alegría. Los cristianos vamos demasiado a menudo con la cabeza entre los hombros y con miedo. No hay alegría porque ante las dificultades de la vida nos olvidamos de Dios. Somos capaces de actuar con un espíritu de odio o de venganza ante las humillaciones o empujones que recibimos. Decimos, con nuestros actos, que una cosa es la fe y otra la vida. No dejamos que la luz de Cristo brille sobre todo. En definitiva, no estamos realmente unidos a nuestro Salvador. La consecuencia: ninguna alegría. No hay alegría porqué nos dejamos dominar por el pecado. Somos tan hipócritas, que vemos el mal actuar de los demás y somos incapaces de ponernos ante un espejo y vernos a nosotros mismos. “¿Por qué te fijas en la paja que está en el ojo de tu hermano y no adviertes la viga que está en el tuyo? (Mt 7, 1-5). Buscamos tener cosas materiales, buena ropa o zapatos, placer, dinero o poder, y nunca tenemos suficiente. Somos insaciables en nuestras apetencias desviadas. Nuestra consciencia está intranquila, sucia, por nuestro pecado. “Ten buena consciencia y siempre tendrás alegría” (Imitación de Cristo). La consecuencia del pecado: ninguna alegría. El Señor nos dice hoy lo mismo que dijo a Marta: “Marta, Marta, tú estás preocupada y molesta por tantas cosas” (Lc. 10, 41). Nos llenamos de preocupaciones cuando nuestra única preocupación tendría que ser vivir con y en el Resucitado. Pueden ser preocupaciones ficticias o, incluso, muy reales. Eso no importa; tenemos que aprender a confiar en el Señor. Él quiere, Él desea salvarnos. Tenemos que confiarle todas nuestras preocupaciones y descansar en su Amor. La consecuencia de nuestra desconfianza: ninguna alegría. ¿Qué tenemos en nuestros corazones? ¿Qué mueve nuestra voluntad? ¿Qué necesitamos para ser felices? ¿No es suficiente el amor de Dios? Cristo se nos da en la Eucaristía. Tenemos que pasar tiempo ante ese amor. “La mejor prenda que tenía te dejó cuando subió allá, que fue el palio de su carne preciosa en memoria de su amor” (san Juan de Ávila, Tratado del Amor de Dios, 14, 544). Pasar tiempo ante el sagrario, adorar, orar, alabar a Cristo, ¡cuánta soledad experimenta Jesús en el sagrario! Él se ha dado hasta la muerte por amor a nosotros, por el contrario, somos incapaces de contemplar su amor en la Eucaristía. Esa falta de oración y contemplación provoca en nosotros una profunda infelicidad. “Hecha el alma razonable a imagen de Dios, puede ocuparse en cosas diferentes de Dios; pero éstas no pueden satisfacerle” (san Bernardo, serm. Ecce reliquimus).

Tenemos que buscar la alegría en el Señor. Dejar que toda nuestra vida se llene de su luz y de su verdad. No importa lo que suceda, nuestras circunstancias. Cristo murió injustamente acusado en una cruz, ¿podemos nosotros desear menos? Dios nos ha dado todo en su Hijo. Gracias a Él no nos falta nada, ¿podemos seguir anhelando cosas superficiales? Cristo nos perdona los pecados, nos salva, nos cristifica, ¿qué esperamos para acoger su salvación? Hay que insistir en la oración, hay que insistir en la lectura de la Biblia. “Si no queréis errar en el camino del cielo, inclinad vuestra oreja, quiero decir, vuestra razón, sin temor de ser engañada: inclinadla con profundísima reverencia a la Palabra de Dios, que está dicha en toda la Sagrada Escritura” (san Juan de Ávila, Audi, filia II, 45,3). No podemos dejar de Confesar, de ayunar y buscar con todo ello el Amor más grande. El padre san Maximiliano Kolbe dio su vida en el campo de concentración de Auschwitz por otro preso. Murió, como Cristo, injustamente. Después de que un preso se fugara de su mismo barracón, como castigo, debían morir diez hombres a cambio según la costumbre Nazi. Uno de ellos llorando exclamó: “¡Ay! ¿qué será ahora de mi mujer y mis hijos?” Ante la sorpresa de todos, se cuadra el padre Kolbe ante el oficial que lo custodiaba y dice: “Me ofrezco para morir a cambio de ese padre de familia. Soy sacerdote católico”. Dicho oficial da su conformidad -para él el hombre no era más que un número- y ordena el cambio del 5.659 por el 16.670, que era el n.o del padre Maximiliano Kolbe. El padre Kolbe no busco su triunfo, ni siquiera que lo alabaran. De la profundidad de su corazón unido al de Cristo, ofreció su vida para salvar a uno, pero su ejemplo es para todos.

¿Qué cosa es una hostia consagrada sino una Virgen que trae encerrado en sí a Dios? (san Juan de Ávila, Sermón 4, 329). ¡Que la Gospa nos ayude a vivir de Cristo Eucaristía con alegría! Ojalá la unión con Cristo Eucaristía nos convierta y nos lleve a vivir su amor.

P. Ferran J. Carbonell