Comentario del mensaje del 25 de julio de 2012

“Queridos hijos, hoy os invito al bien. Sed portadores de la paz y de la bondad en este mundo. Orad para que Dios os dé fuerza a fin de que en vuestro corazón y en vuestra vida, reinen siempre la esperanza y el orgullo de ser hijos de Dios y portadores de su esperanza, en este mundo que está sin alegría en el corazón y sin futuro, porque no tiene el corazón abierto a Dios, su salvación. ¡Gracias por haber respondido a mi llamada!”

“No te dejes vencer por el mal; vence al mal a fuerza de bien”. (Rm 12, 21) ¿Qué es el bien? ¿Qué significa ser invitados al bien? Nuestro bien es Dios. Hemos sido creados para ser de Dios. Sólo Él es nuestro bien. Ser invitados al bien es, por tanto, ser de Dios. El problema es que a menudo abandonamos el bien y nos lanzamos a los brazos de Satanás. El maligno acaba por dominar nuestra vida y pensamientos, consciente o inconscientemente pero eso es desgraciadamente así. En lugar de pensar en el prójimo lo hacemos egoístamente en nosotros mismos. En lugar de buscar la justicia, buscamos aprovecharnos de los demás. En lugar de preocuparnos por los que sufren sea por la causa que sea, nos preocupamos por nuestras mediocridades. En lugar de pasar por el mundo haciendo el bien (cf. Hch. 10, 38), pensamos en aprovecharnos de las circunstancias o de los demás. En lugar de vivir las virtudes del Reino, nos conformamos en mal vivir nuestros afectos. En lugar de luchar por los bienes espirituales, nos aferramos a acumular cosas materiales que pasan. En lugar de hacer de Dios y de nuestras familias el centro de todo, nos preocupamos de trabajos que sólo redundan en nuestro orgullo. En lugar de dejar que Dios convierta nuestros corazones, nos empeñamos en hacer diferentes a los otros. En lugar de ser altruistas, nos quejamos todo el día de lo mal que están las cosas. El Demonio está decidido a engañarnos, a hacer que nuestro corazón y pensamientos se vayan hacia el lugar donde está la muerte. ¡Tenemos que ser radicales en nuestro no al maligno! Nuestro bien es Dios, sólo Dios. No se trata de un moralismo. Todo consiste en cambiar nuestra vida, en dejarse convertir. Eso no quiere decir que nos quedemos con los brazos cruzados, sin hacer nada. Dios espera nuestra colaboración, nosotros colaboramos en la medida en que intimamos con Cristo y nos dejamos mover por su amor. “El ruido no hace bien; el bien no hace ruido”. (San Vicente de Paúl). Esa es la clave de la invitación al bien: la oración.

“Felices vuestros ojos, porque ven y vuestros oídos porque oyen, dice el Señor”. (Mt. 13,16). Tenemos que ser felices por haber sentido la llamada de Dios. Todos los cristianos somos llamados a la felicidad de estar con Dios. “Alegría, oración y comunión son el secreto de nuestra resistencia”. (San Juan Bosco). La oración es la que da la alegría a nuestros corazones, una alegría que impulsa nuestras vidas hacia lo alto. Con la oración nos llenamos de Dios para poderlo dar a los que nos encontramos. Ahí está la verdadera felicidad, todo lo otro es solo pasajero. La felicidad, como el amor siempre se da. “La felicidad llega a la propia casa haciendo dichosos a los demás”. (San Juan María Vianney). Pensemos un poco menos en nosotros y en nuestras cosas y pongamos nuestro corazón en el bien del prójimo. Tenemos el mejor mensaje del mundo, un mensaje que tendría que llenarnos de coraje, de ilusión por darlo a conocer a los demás: Cristo ha resucitado y nos da vida para siempre. La eternidad está a nuestro alcance.

“Así que, arrepentíos y convertíos, para que sean borrados vuestros pecados; para que vengan de la presencia del Señor tiempos de alegría”. (Hechos 3:19). Ahora es el tiempo de Dios. Un tiempo de esperanza, de recordar que el centro de todo está en la vida de la fe. La oración, la confesión, la Eucaristía, el contacto asiduo con la Escritura, el ayuno… todo para cambiar nuestras vidas, todo para transformar, gota a gota, a la humanidad. No podemos dejar de proclamar a todo el mundo ese mensaje de vida, de alegría, de esperanza. Somos testigos del amor de Dios. Aquí lo importante no es el testigo, lo realmente importante es de quién se es testigo. El centro es Cristo y no nosotros. Todo en nuestra existencia debe hacer referencia a Cristo. “El amor produce en el hombre la perfecta alegría. En efecto, sólo disfruta de veras el que vive en caridad”. (Santo Tomás de Aquino).

¡Qué la Gospa nos de esa esperanza y esa alegría!

P. Ferran J. Carbonell